9/18/2020

no se trata de discutir si sindicalización policial sí o sindicalización no





Mariano Pacheco sostiene en este artículo que el problema de los abordajes en los que solemos caer para pensar las cuestiones de seguridad es el binarismo. Así, tanto el “antiyutismo militante” como el “progresismo garantista”, desde veredas opuestas, funcionan como dos caras de una misma moneda. Ambas corrientes presuponen una esencialización de un momento específico de la construcción política, subrayando un unilateralismo que no nos permite pensar la integralidad.


Por Mariano Pacheco*
(para La Tecl@ Eñe)


El problema de los abordajes en los que solemos caer para pensar las cuestiones de seguridad –y en general, los temas importantes de la vida política nacional- es el binarismo. Así, tanto el “antiyutismo militante” como el “progresismo garantista”, desde veredas opuestas, funcionan como dos caras de una misma moneda. Ambas corrientes presuponen una esencialización de un momento específico de la construcción política, subrayando un unilateralismo que no nos permite pensar la integralidad.

El “antiyutismo militante” está bien, y funciona, en tanto y en cuanto – las más de las veces -, miembros de las fuerzas de seguridad se ven involucrados en acciones delictivas y criminales, donde son asesinados militantes y el piberío de las barriadas populares (“gatillados” o secuestradas las pibas para las redes de trata/capturados los pibes para el delito administrado por las policías). El problema es que ese antiyutismo funciona como un activismo a destiempo, impugna con tenacidad cada uno de los casos pero siempre luego, cuando la sangre ya ha corrido, y no logra (ni siquiera imagina) operar en las situaciones de modo de intervenir sobre las causas que gestan esos “defectos indeseados de la democracia”, según caracteriza el progresismo, la otra cara de la misma moneda. Pero: ¿son efectos indeseados o elemento central de la estructura de posdictadura? El progresismo tampoco opera sobre las causas estructurales y queda preso de su propio “giro lingüístico”, al punto de marearse y confundir sus deseos con la realidad. Piensa que basta con nominar para cambiar. Y no, hay algo que una vieja jerga teórica denominaba las “condiciones materiales de existencia” y la “ideología” (no sólo como “representación imaginaria” que los individuos tienen respecto de sus relaciones sociales, sino como conjunto de prácticas materiales que los constituyen, con sus ritos, hábitos y “sujeciones”), sin las cuales no se puede hacer un diagnóstico preciso de la realidad. Y se sabe: no hay perspectiva medicinal si no se puede primero diagnosticar.

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El punto de vista popular que cultivamos para pensar la actualidad nos exige atender a las contradicciones reales, donde el orden del discurso es tan sólo una dimensión de un complejo entramado que lo incluye pero lo supera, lo desborda, lo sitúa en un plano en el que se ve “sobredeterminado” por otros elementos que, en la jerga popular, se los nombra sencillamente como más “mundanos”. Esa mundanidad que las y los especialistas llaman pretensiosamente la “economía” dicta que si las policías –situadas en el “entre” de la pandemia- son consideradas esenciales y reciben estos aumentos en sus haberes, ahora será el turno de quienes se han situado en la vanguardia y la retaguardia de la crisis económico-sanitaria-social producto del COVID 19: el personal de la salud –médicxs, enfermerxs, en el primer caso- trabajadores y trabajadoras de la educación –en el segundo caso-, junto con las militancias sociales que garantizan las tareas de cuidado y reproducción –además de las miles de mujeres que, aún sin estar organizadas, cargan cada día sobre sus espaldas esas tareas que suelen ser invisibilizadas-.

Los reclamos de aumento en el monto de Salarios Sociales para las trabajadoras y trabajadores de la economía popular, así como el incremento salarial para las y los laburantes de la salud y la educación es un conflicto que está en puerta, y no debería sino más que saludarse desde el oficialismo, si entendemos que será la “puja distributiva” la que hará que la Argentina pueda avanzar en un proyecto de justicia social. “¿Cómo financiarlo?”, es la pregunta que desvela a miembros de la “clase política”, incluidos en ella los rostros del progresismo en la gestión. La discusión sería verdaderamente alarmante en un país pobre, pero no debería serlo en uno rico como el nuestro. Sólo hay que tener decisión política para saber que “gobernar es poblar”, de conflictos, la realidad (y saber tramitarlos sin pretender sofocarlos). Hay numerosos caminos que el Estado puede transitar para recaudar, sin siquiera poner en discusión la sacrosanta propiedad privada, tan bien resguardada por nuestra injusta Constitución Nacional.

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La temática de la seguridad, obviamente, requiere de una serena discusión aparte, entre otras cosas, porque quienes llevan adelante esa tarea cada día no portan lapiceras, tizas o gasas en sus manos, sino armas. “Hace rato que muchos sostenemos la necesidad de que los policías tengan alguna forma de tramitar sus problemas y demandas a través de canales institucionales democráticos. Y que conste también que no estoy pensando solamente en la sindicalización. Existen otras formas de representación en el mundo como por ejemplo la figura del ombudsman policial. Incluso, en algunos países donde se permiten los sindicatos existen algunas limitaciones: tienen limitado el derecho de huelga, tienen que manifestarse en el espacio público sin armas y uniformes, tienen que garantizar las guardias en las dependencias y el servicio de calle”, sostiene lúcidamente el investigador Esteban Rodríguez Alzueta, en una nota publicada la semana pasada en La Tecl@ Eñe.

De nuevo los binarismos: no se trata de discutir si sindicalización policial sí o sindicalización no, sino de trabajar sobre las múltiples posibilidades de abordar el fenómeno, con sus combinaciones, asumiendo todas las tensiones y contradicciones que iniciativas diversas puedan contener al ser puestas en funcionamiento en el marco de una estrategia general. Las militancias del movimiento popular deberíamos entender eso muy bien: no es lo mismo lo que puede decir (¡y hacer!) un activista de un organismo de derechos humanos que un funcionario estatal, un periodista o un abogado, un funcionario estatal de un área “blanda” que otro de una área “dura”, etcétera, etcétera, etcétera. El binarismo, por otra parte, suele ser moralista, y autoindulgente, porque separa la experiencia humana entre los buenos (mis amigos y yo) y los malos (todos los demás). Esa mirada no nos permite visualizar que el Estado –incluso en tanto “aparato de dominación” que garantiza el andamiaje jurídico para efectuar la explotación de una clase sobre otra- no es un bloque homogéneo, y que él mismo funciona por dinámicas de ramificación, con segmentos que entran en contradicción unos con otros, incluso bajo una misma gestión partidaria.

La “Paritaria Armada” protagonizada por La Bonaerense durante los últimos días puso en el tapete que es insostenible no avanzar en reformas estructurales profundas respecto de la seguridad. Que lo acontecido no haya tenido nada que ver con alguna suerte de “golpe institucional” no debería dejar de llamarnos la atención respecto de los cambios en el Estado (y en la sociedad) operados en las últimas cuatro décadas. Hoy el problema no son los “Golpes militares”, pero sí pueden ser las “asonadas policiales”, sobre todo si las policías funcionan como instituciones corporativas, piramidales y fuertemente militarizadas, formadas “corporalmente” en una dinámica que poco contribuye a gestar una seguridad democrática, por más que tengan materias de derechos humanos que estudiar. “La formación policial supone una mutilación subjetiva importante”, dijo Gregorio Kaminsky alguna vez. Pero un cuerpo (un cuerpo singular, un cuerpo institucional) no se constituye solamente por sus aspectos subjetivos. De allí la necesidad de abordar de manera simultánea una reforma que implique tener en cuenta la formación, los hábitos, los salarios, las relaciones de mando, las tareas concretas a desarrollar, el control político a efectuar.

Entonces, lo acontecido durante los últimos días debería llevarnos a abordar la cuestión policial en un doble sentido: por un lado, entender que de algún modo hay que poder canalizar desde el poder político el malestar policial, sea por cuestiones salariales, de “corrupción” o destrato permanente de las altas esferas hacia abajo, sobre todo entender que el contexto Pandemia hizo que esa fuerza mantenga un alto nivel de exposición al virus por estar permanentemente en las calles, y un bajo nivel de ingresos producto de la restricción de los ingresos de “adicionales”, mayormente vinculados a eventos masivos (todo esto hablando, solamente, del plano de la legalidad). El otro elemento es el institucional: ¿cómo hacer para construir una dinámica democrática de seguridad interior? Parece que estamos lejos de sustituir las “fuerzas represivas del Estado” por una “Guardia Armada del Pueblo”, tipo Comuna de París de 1871, o por “Policías Revolucionarias”, como la de los procesos triunfantes en el siglo XX (Cuba, Nicaragua, para hablar solamente de los casos Latinoamericanos). Entonces, claro que si secuestran y matan a un pibe hay que denunciar, y presionar para que se juzgue y castigue a los culpables (no sólo materiales –policías- sino también políticos –funcionarios-), pero que en casi medio siglo de “procesos democráticos” no seamos capaces de contar con propuestas más audaces al respecto habla de la orfandad estratégica en la que nos encontramos. Hay en Argentina un gran afluente de “personal técnico” disponible que, con una mirada política, podría contribuir enormemente en ese sentido. Tiene que haber decisión por arriba de hacerlo, y presión por abajo para garantizarlo, asumiendo la importancia de que el movimiento popular también tenga una voz, una mirada programática al respecto (y no sólo un denuncialismo permanente).

La denuncia ante las atrocidades cometidas por las policías, sobre todo por integrantes de La Bonaerense, debe ser un imperativo ético fundamental si se quiere construir un proyecto político basado en los principios de la igualdad y la fraternidad. Pero la denuncia constante de que todo policía está destinado a ser un asesino, sin propuestas que permitan gestar otro tipo de fuerzas de seguridad, sólo nos llevan a estigmatizar a una estructura compuesta, sólo en la provincia de Buenos Aires, por 90.000 efectivos, la mayoría proveniente de familias proletarias que habitan en barrios populares (muchísimos pibes y pibas que buscan en la fuerza una estabilidad laboral, con ingresos fijos y obra social, y no necesariamente una identidad para canalizar un instinto asesino o sádico). Obviamente, de la “posición social” no se deriva la “conciencia política”, pero el hecho de que –de manera recurrente- la imagen frecuente a observar sea la de blanquitos y blanquitas, bien alimentadxs y con su capital cultural a cuestas quienes denigren a los policías ignorantes, brutos y “cabeza de tacho”, todos negritos y negritas para quienes quizás las bibliotecas, cines y museos no hayan sido lo más frecuente en su formación, no nos habla precisamente de una perspectiva popular para abordar el problema (porque sí, la “cuestión policial” es un “problema policial” mientras persista la institución tal como viene funcionando).

Situación que me lleva a recordar ese poema que en 1968 el “maldito” Pier Paolo Pasolini escribió, y que quisiera citar en algunos de sus extractos para terminar este escrito:

“Lo peor de todo es, por supuesto,
el estado psicológico al que los reducen
(por unas cuarenta liras al mes):
sin sonreír ya nunca más,
sin más amistad con el mundo,
separados, excluidos (en una exclusión incomparable);
humillados por su pérdida de calidad de hombres
por la de policías (ser odiados lleva a odiar)…

… En Valle Giulia, ayer, hemos tenido un fragmento
de lucha de clase: y ustedes, amigos (aunque de la parte
de la razón) eran los ricos,
mientras que los policías (que estaban de la parte
equivocada) eran los pobres”.


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*Escritor, periodista, investigador popular. Director del Instituto Generosa Frattasi.

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