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9/09/2020

la bonaerense no más slogans


Los antropólogos e investigadores del CONICET, Tomás Bover y Mariana Sirimarco, afirman en este artículo que aún sin saber qué pasó con Facundo Astudillo Castro, lo que sí sabemos es que la cuestión policial no se resuelve con clichés y explicaciones relacionadas con la educación policial y la herencia de la dictadura, sino con investigaciones y reflexiones científicas que contribuyan a disputar la construcción y consolidación de explicaciones que, tal como aparecen en la agenda pública, oscurecen justamente aquello que pretenden abordar.


Por Tomás Bover* y Mariana Sirimarco**

(para La Tecl@ Eñe)



El domingo 16 de agosto de 2020 Facundo Astudillo Castro estuvo en la tapa de todos los diarios y portales de noticias de la Argentina. El día anterior, un pescador había descubierto un cuerpo semi-enterrado junto al lecho de un canal entre las localidades bonaerenses de General Cerri y Villarino, cerca del lugar donde Facundo había sido visto por última vez, 109 días antes, en un control policial realizado para garantizar el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO).

Las sospechas sobre el rol de la Policía de la Provincia de Buenos aires en su desaparición se fueron sumando e incrementando, una sobre otra, cada una más contundente que la anterior, durante los días que pasaron entre esa desaparición y el hallazgo del cuerpo: la falta de apoyo político y judicial local para comenzar con la búsqueda, la aparición de testigos falsos que intentaron desviar la atención de la actuación policial, las demoras y faltas de atención de la fiscalía y el juzgado a la familia y su abogado, la aparición de ciertas pertenencias de Facundo en una zona de descarte de basura de una comisaría del distrito de Villarino, la aparición de una foto de su DNI sobre el capot de un patrullero en el celular de un policía y, finalmente, la aparición de un cuerpo esqueletizado que -17 días después, el 2 de Septiembre- el Equipo Argentino de Antropología Forense habría de identificar positivamente como el de Facundo. En esos 17 días, otros datos: la aparición de vómito y un paquete de cigarrillos en la inspección de la comisaría, los resultados del GPS de un patrullero que habría estado donde apareció el cuerpo la noche que un testigo dice haber visto luces en el lugar. Y una certeza: la imagen de Facundo de espaldas, junto a un policía y un patrullero, es la última foto que conocemos de él con vida.

El caso reúne, hasta ahora, todos los condimentos de la responsabilidad policial: la desaparición por tiempo prolongado, los testigos falsos, el hostigamiento a familiares, el des-acompañamiento judicial, la adulteración de documentos policiales, el encubrimiento de pruebas, la aparición de un cuerpo mutilado -aún no se sabe si por acción de otras personas o de fauna de la zona- en una zona ya rastrillada. No hace falta recurrir a una memoria histórica muy añeja para dar estas sospechas por bien fundadas; son numerosas las situaciones y los nombres propios que estas imágenes evocan. Por supuesto, por ahora sólo se trata de eso. De sospechas. Aún con la identificación positiva del cuerpo, el camino que se inicie será largo: culminará con el arribo a alguna verdad que confirme o descarte la participación de miembros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en la muerte y desaparición durante 108 días de Facundo Astudillo Castro.

Independientemente de ese futuro -independientemente de esa confirmación-, la policía provincial ya está sobre el tapete. Lo estuvo ni bien se encontró el cuerpo, con los detalles del caso desmenuzándose en el prime time televisivo: periodistas y analistas intercambiando datos e interpretaciones, anestesiando con tecnicismos -macro fauna, plancton, mareas- todo el horror que el cuerpo encontrado había puesto sobre la mesa. Y registrando, con mayor o menor incomodidad, tras las bambalinas de ese horror, la presencia de lo policial. Lo estuvo más aún con la certeza de la identidad. Después de días y días de tenso silencio (roto de tanto en tanto por intentos de instalar versiones y de propagar informaciones no oficiales), la confirmación de que el cuerpo encontrado era el de Facundo sumó por fin con fuerza, al reclamo de “Justicia por Facundo”, una nueva (vieja) bandera: “El Estado es responsable”. Los eventos que se fueron sucediendo dejan poco margen para argumentar lo contrario. Queremos decir: para escamotear, del tratamiento del caso, la alusión explícita a la actuación policial (sospechada).

Y es aquí -en el tratamiento del (presumible) horror policial- donde quisiéramos detenernos. O mejor dicho: no en su tratamiento, sino en su explicación. Y decimos explicación porque entendemos que se trata de discursos con pretensiones de saber-experto que pueden -y han sido- puestos a circular recurrentemente. Vuelven a activarse con este caso, pero monopolizan desde hace tiempo el discurso -social, mediático, aunque también científico y político- al que se echa mano para volver inteligible un accionar policial como el ahora sospechado. Una de estas explicaciones apela a la educación policial; otra, a la dictadura como herencia. Más que argumentos, resultan clichés: “Lo más importante es limpiar la fuerza desde su formación”. “El último resabio de la dictadura, eso es la policía bonaerense”.






Vamos por partes.

La primera explicación -la responsabilidad puesta en la formación- es un viejo caballito de batalla en la sucesión de reformas que ha atravesado el funcionamiento de la agencia policial. Sus escuelas son los espacios que mejor condensan la crítica sobre la falta de profesionalismo. Pues cada vez que el accionar policial es sospechado, cada vez que las prácticas policiales quedan, en su violencia e ilegalidad, al descubierto, lo primero que aparece en la mira son los establecimientos formativos. La clave de lectura es simplista: construye a las escuelas policiales como el alfa y omega de la formación del personal: como el lugar de origen y de modelado definitivo de un sujeto policial. Bien vale recordar que en nuestro país los/as policías reciben una formación inicial que va de 4 meses a 3 años (en un promedio de 25 años de carrera), dependiendo de la jerarquía y la institución a la que nos refiramos. En ese tiempo reciben formación básica alrededor de una serie de cuestiones que, en general, se dividen entre asignaturas de aula relacionadas con el marco jurídico de su actuación- y de “campo” -asociadas a ejercicios de competencias policiales, uso de la fuerza y de armas y tiro. Pero sería ingenuo señalar que allí se termina y define un proceso que, en realidad, recién empieza. “Olvídate de la escuela” es una frase de bienvenida en muchos destinos policiales, donde el “deber ser” de la formación se reconvierte, en manos de los más experimentados, hacia nuevos aprendizajes. Esa re-traducción subjetiva no es algo menor. Por el contrario: si en algún lugar amarran las preguntas por el desempeño de la función, es en el ámbito de ese desempeño mismo: en las múltiples experiencias, espacios y actores que conforman las tramas con que se actúa, contextual y efectivamente, el oficio policial. Esa re-traducción no es menor ni debiera, por ello y sobre todo, ser un tránsito subestimado para las autoridades políticas ni los analistas que, incansablemente, insisten en la formación inicial como un proceso culmine.

La segunda explicación -la violencia policial como resabio de la dictadura- no hace más que ensombrecer la comprensión del componente de ilegalidad y crueldad que pueden permear sus rutinas. La pereza intelectual de esa explicación es evidente. En primer lugar, por fijar una suerte de “mito de origen” que externaliza al tiempo que circunscribe: que remite a un cierto punto cero, desde el que esas violencias parecerían (aun) derramarse. Desde ya, los elementos comunes son tan similares como escalofriantes, entre aquellos modi operandi y los actuales. Desapariciones, torturas, asesinatos, desmembramientos, ocultamientos -hasta cursos de agua. Pero no por ello aquellos modos son los orígenes de estos que vivimos. La historia está repleta de situaciones donde las instituciones policiales, desde los inicios en 1880 de la Policía de la Capital en adelante, fueron partícipes y protagonistas de un ejercicio desproporcionado o incluso letal de la fuerza. El terrorismo de estado desplegado durante la última dictadura cívico-militar, aun siniestro como fue, no dejó de ser tampoco una exacerbación monstruosa de viejas estructuras represivas (y que en nada se agotan en el accionar de una sola fuerza). La cara violenta y coercitiva del poder policial tiene larga data. Y sobre todo: tiene génesis propia. Pero éste no es el único sentido vacío que se esconde en la explicación por la dictadura. La recurrencia a este “mito de origen” delega también responsabilidades en individuos; el señalamiento se trasvasa de tramas a personas de carne y hueso. Aquellas, justamente, que transitaron la fuerza policial en épocas de dictadura. Este señalamiento, aunque atendible, conlleva sin embargo un movimiento problemático, pues acerca caminos de resolución política -la depuración como única medida- que son tan expeditivos como cómodos. ¿Qué cambiará cuando no haya promociones, en las fuerzas policiales, que no hayan ingresado en democracia?






Sumados a estas explicaciones vienen los reclamos. Tienen también larga data y actual vigencia, sobre todo en el “consignismo” fácil de las redes, que tan bien se ajusta a resoluciones de cierta miopía y de cortos caracteres. “No hay democracia en un país con una policía putrefacta”. “Hay que barrer todo y empezar de nuevo”. “Es necesario terminar con el abuso policial”. Y finalmente: “hay que reformar la policía”. Aún queda saber qué pasó con Facundo Astudillo Castro, y es probable que no lo sepamos por largo tiempo. Pero lo que sí sabemos es que la cuestión policial no se resuelve con clichés -por mucho que éstos ayuden a expresar la bronca y la necesidad de cambio-, sobre todo cuando opacan la verdadera dimensión de lo que se pretende combatir. “Pasan los gobiernos, quedan las fuerzas de seguridad matando pibes”. Y esto es justamente lo que queremos señalar: que las estructuras políticas y las fuerzas policiales son entidades que se tocan -veamos la actuación judicial local en el caso de Facundo, sin ir más lejos- y que pensarlas en términos de completo aislamiento y completa independencia (los que se van, las que se quedan) sólo nos ofrece un panorama tan simplista como restrictivo de la violencia policial (ejercida sin dudas por las fuerzas de seguridad pero avalada y encubierta por otros sectores). Cargar las tintas en la “policía putrefacta”, otro de los ejemplos, oficia de árbol que tapa el bosque: nos impide ver y señalar el entramado que habilita y legitima la violencia ejercida por estas fuerzas. Al cercar tan restrictivamente lo fétido y estancado, ¿qué otros actores -políticos, judiciales, mediáticos, etc.- quedan fuera de la vista? “Barrer todo”, “empezar de nuevo”, “acabar con el abuso”, “reformar”: el clamor es tan deseable como liviano. No porque no apunte correctamente a la necesidad de cambios y mejoras, sino porque se instala, airoso, sin tocar nudos sensibles -y reales- de la estructura, la organización y la práctica policial. Porque distrae, en todo caso, de la necesidad de otras preguntas que puedan reponer un escenario de mayor complejidad.

El problema de la violencia policial no es ni nunca fue de simple resolución. ¿Por qué entonces recurrir a empantanarlo, con explicaciones y retóricas fáciles que, lejos de atacarlo, lo simplifican? ¿Cuándo vamos a salir de las respuestas siempre disponibles con que una y otra vez se insiste en enfrentarlo? Porque la violencia policial no se resuelve cerrando el foco sobre ámbitos aislados de responsabilidad -que la formación, que la dictadura-, ni tampoco cegándose a las tramas intra-institucionales que la sostienen. Mucho menos se resuelve con latiguillos de alta visibilidad pero nula capacidad real y transformadora. Pero, sobre todo, no se resuelve con gestos políticos limitados, que no ejerzan cambios globales y sustantivos.

El tiempo dirá qué pasó con Facundo Astudillo Castro. Si la policía provincial resultara implicada, condenar a los culpables y que eso resulte ejemplificador será necesario pero insuficiente. Esta reflexión nace del dolor y el espanto por esa muerte, pero también de la necesidad de romper el aturdimiento en que nos sumergió con una voz que no se convierta en un slogan más. Escribimos desde el convencimiento de que la conmoción no puede dejarnos paralizados, sino que debe volverse una ocasión para saltar la bronca. Para eludir clichés. Para oponer -a los contextos socio-políticos vertiginosos y de reacciones espasmódicas- miradas menos convulsivas y de largo alcance. En este punto, sería importante que las investigaciones y reflexiones científicas en el tema contribuyésemos a disputar, antes que a alentar, la construcción y consolidación de explicaciones que, tal como aparecen en la agenda pública, oscurecen justamente aquello que pretenden abordar.

* Antropólogo. Becario Postdoctoral Conicet-UNLP/UNQ.

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