Una foto puede derivar en naturaleza. Al escucharse “clic” pueden surgir de la imagen que está quieta toda clase de evocaciones. Son parte de la discusión que con Diego Conno y Rocco Carbone convinimos en llamar una conversación sobre la naturaleza o índole del gobierno, comenzando el problema con las necesarias referencias a lo que quiere decir naturaleza, índole o dotes del gobierno. El gobierno que nos interesa. Sobre el cual, porque nos interesa, discutimos.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Lo que alcanza o no alcanza
¿Cuál es la naturaleza del gobierno? Decir naturaleza ya complica un poco. Pero no se postula aquí una materia fija, que puede describirse desde el exterior a la manera de un “naturalista”. Este tema está muy bien discutido en el artículo de Diego Conno en una de las últimas entregas de La Tecla Eñe. Estamos pensando, más bien, en una suerte de interior volcánico en el que habitamos, conmovidos, que es una naturaleza expuesta a su propia inclemencia. Con estas sumarias aclaraciones, empecemos por definir a este gobierno no con categorías estrictas de la politología, que no desdeñamos, aunque ya es difícil extraer de nuestra memoria los vocablos que serían necesarios. El gobierno es una alianza, un frente, una conjunción de fuerzas que se reúnen en virtud de un acuerdo electoral. Ese acuerdo en su momento mereció una frase que lo amparaba en un cálculo en torno no a cantidades numéricas, sino respecto a una “acción racional respecto a fines”. Pero si se disculpa este concepto ya memorizado por miles de estudiantes de sociología, podemos decir que esa veta racional en la acción se extendía al registro de un balance de fuerzas. “Sin Cristina no se puede, con Cristina no alcanza”. La autoría de esa frase es, como se sabe, del propio Alberto Fernández. Quizás sea el enunciado político por excelencia. Se piensa primero en aquello que es imprescindible, luego se juzga que, aun siendo imprescindible, aun contando con él no se llega a la meta y posteriormente, este severo silogismo concluye con el verbo “alcanzar”. Entonces, teniendo lo importante, faltaría un excedente que hay que encontrar.
Magnífica paradoja de la política, que siempre está en estado paradojal. Nunca tiene lo suficiente para alcanzar, que ahí su impulso para tratar que entren en un ámbito de heterogeneidad posible, los núcleos más afines, que son declarados como insuficientes, para que “alcance” una nueva entidad así constituida. Lógicamente, esta visión de la política como una oferta escasa que debe estirarse hacia un punto ideal, fue alterada por la destinataria de esa frase, quedando el enunciado de esta forma: que sin ella no se podía y también con ella se podía. Así se creó la situación actual, con una donante de su propia parte, amplia pero no suficiente y un donatario que le agregó a ese gesto sus no escasos valores. No deseo hacer descripciones crudas. A partir de allí hay, si pudiéramos expresarnos así, tres figuras simbolizables en juego, la del presidente institucional, la de la vicepresidenta institucional y el fantasma del don que lo entrecruza todo. La situación es original, única e interesantísima. Se vela por la institucionalidad, pero la que está en segundo lugar hizo algo que la convierte también en ese factor “tercero” que simboliza institucionalmente lo que subyace, y simbólicamente lo que sobrevuela. Por lo tanto, difusamente también ocupa un lugar “primero”. No es una escala de jerarquías. Son personas envueltas en lo mismo que destilan, lo mismo que simbolizan con su habla, sus indicaciones y sus deseos, símbolos que provienen de la misma relación de pacto, amistad o rivalidad, y que se independiza de los cuerpos presentes. Cada uno es sí-mismo y la aureola latente que se desprende difusamente de ellos mismos.
Laclau tenía una cruz clavada en sus teorías, la de lo “necesario pero imposible”. Acá tenemos lo de lo necesario pero escaso. Lo primero originaba el recordado “significante vacío”. Lo segundo el signo que sobrevuela, que está impuesto como insignia por uno de los partícipes del juego, sino sobre los dos. El vuelo de la dádiva, que ni hay que pagarla ni es gratuita, atraviesa a quien dio y quien recibió, porque ambos pueden cultivarla o pueden perderla en tanto es una viga que ambos sostienen por pesada que sea. No la pueden dejar caer porque fue al mismo tiempo un acto de libertad y de obligación. Por supuesto que al decir esto no estamos pensando, como es obvio, en ningún “apoyo crítico” a la configuración establecida. Esta expresión resulta banal. O existe siempre y no hay que mencionarla o es una rutina poco propicia para la política. Estamos pensando en que, en verdad, nunca deja de haber una dimensión crítica. Nunca escapa la crítica del ser que recibe y del ser que oferta. Ninguna relación deja de estar alguna vez en peligro. Mientras la “elección forzada” es una ontología desesperante, en la medida en que toda elección -concordamos-, es forzada. Solo la crítica, que no es un entretenimiento paranoico o narcisista, es lo único que, también como parte del ser, le da la posibilidad de salir de su encierro sagrado. Quizás después de allí comience otra elección que ponga lo sagrado en duda, aceptando que es bajo esta duda que existe mucho más elocuentemente. El destino trágico de la Crítica es la base del ser, no la Elección forzada. Pero por ser tan respetables una como la otra, ambas están tocadas por lo intangible y lo profano.
Desbalance y salvaguarda
Con la elección crítica que hicieron Alberto y Cristina -esta “y” no conjuga, sino que salvaguarda todo, porque desbalancea siempre la relación, manteniéndola viva-, quedó a la luz algo que los políticos preferirían velar o ignorar. Que las instituciones precisan ser sostenidas también por indicaciones que provienen del alma incógnita de una fundación o un mandato crítico, una última ratio, que puede ser omitida porque en verdad la institución puede funcionar perfectamente sin ella, pero que en definitiva en algún momento aparecerá un razonamiento concebido de este modo, “sin las instituciones no se puede, pero con ellas solas no alcanza”. De ahí que lo ocurrido más que una alianza, un reencuentro o un acuerdo, se puede interpretar como un excedente de extrema sutileza, que todos tienen y tenemos que esgrimir, como un don que está en juego y que puede disiparse. No es lo que nadie quiere, excepto los que juegan para desmembrar un acto original y fundador. Pero si hay historia, es porque siempre hay pérdida de sustancia histórica. Finalmente, esto demuestra que nada se alcanza nunca, pero el “alcanzar” no es mera sumatoria sino una carencia que nunca deja de estar presente.
Por eso, retirando ahora la figura de Cristina, respecto a aquel aforismo sobre lo que falta y lo que alcanza, que puede aplicarse a todo trato político, no estaría lejos de ser el algoritmo (perdón por la expresión) casi perfecto para definir lo que es una acción política. Lo que nunca alcanza y lo que se lucha para que sea completo; o, dicho de otra forma, lo que debería llevar a que cuando se complete, la parte que faltaba sea llenada por los componentes que en lo posible sean los más homogéneos con la parte más consistente, la porción más decidida, esa con la que ya se contaba. Aquello sin lo cual nada era posible. Lo que era necesario añadir para que “alcance” abra muchas posibilidades en la geometría variable de un tablero político. Puede tener más o menos voluntad de asimilación con el elemento aglutinante primordial o, por el contrario, hacer valer de un modo desproporcionado -pero no sin razones-, que, aunque es la parte minoritaria de la asociación, “sin ella no se llegaba, pues lo que había no alcanzaba”. Lo fatigoso de la política, ya lo dijo Procusto, es que la totalidad ansiada siempre fracasa antes de su utópica concreción y los anexos minoritarios a ser integrados adquieren diversos pero difusos derechos, pues permiten “llegar” (no quiero hablar tan crudamente, pero se sobreentiende, llegar al poder) aunque cuantitativamente son una fuerza minúscula.
Pero es un ejemplo de cómo la cantidad escasa se convierte en calidad con más capacidad de irradiación. Ver de este modo la política, es cierto, no le hace justicia. Pues la interpreta siempre como resultado de un pensamiento que acepta a priori el juicio de los otros respecto a que lo nuestro no alcanza. ¿Quién lo determinaría entonces? Eso que no alcanza ¿no es siempre la tragedia del político? Si bien es un pensamiento que nace de la espontaneidad del político, siempre temiendo que sus esfuerzos no se consumen acabadamente, en realidad lo que no suele confesarse, es que hay otros elementos que no son propios del juego “suma cero” de la política, es decir, lo que tengo para mí es exactamente lo que le faltaría al otro. Esos elementos es lo que aún no tiene nombre y no sabemos que existe. Por eso hay política, no porque haya una estantería en la pared que contiene todos los objetos a los que varios aspiran, haciéndose necesario un reparto donde algunos ganan y otros pierden. No es este el modo más radical y exigente de la política.
Por eso, los obstáculos ya consolidados, las fuerzas del orden establecido (o como las llamemos), son los que hacen que lo que no alcance, sea considerado efectivamente como tal. En algún lugar las cartas están echadas, y nosotros solos no alcanzamos, aunque lo primero que debemos hacer es no privarnos de ese nosotros. De algún modo, ese nosotros es nuestro pensamiento no narcisista, no vanidoso. Somos bastantes numerosos, quizás cercanos a una mayoría, pero no somos suficientes. ¿Pero no es que hay en nuestra existencia siempre algo de insuficiente, algo que no integra una narración de lo que por sí mismo podía expandirse sin auxilio exterior? Ese es el dilema. Ahora bien, siempre hay una sombra detrás de este pensamiento. Expandir un núcleo propio, quizás siempre se basa en la ampliación de sus propias contradicciones, sin disolverse, pues cada fibra de la contradicción reconoce un remoto pero difuso origen común. Su límite parece no estar nunca tan cercano, pero cundo ese límite aparece, se produce la batalla entre las fuerzas que aun llamándose con el mismo nombre, y aun invocando una misma bandera, entran en colisión. Entre tantos nombres posibles, a esta situación puede ponérsele el nombre de Batalla de Caseros o Batalla de Ezeiza
Lógicamente, las partes que se amalgaman, lo hacen porque encarnan diferentes valoraciones del presente y tienen distintas definiciones de la historia, pero no saben si el contrato electoral -como se lo suele llamar, quizás un poco inexactamente-, dará como resultado que se conjuguen las partes evitando las fisura, o que estas permanezcan latentes, o que, en el peor de los casos, se deshagan en medio de las acciones del gobierno que integran. Pero la amalgama no es una foto, sino una película. Tomo también esta frase habitual de los políticos -menos de los fotógrafos o cineastas, que cada uno por su lado privilegia su modo específico de expresarlas profesionalmente-, porque es un dicho que se escucha a diario. Es la reconvención que le hace al novato o al distraído que solo ve la “foto”, el intérprete más experimentado que le recomienda al inexperto ver “todo el proceso”, con sus idas y vuelvas, sus contradicciones internas, su contingencia e historicidad. El que se detiene en la “foto”, una imagen sin movimiento externo que no posee el saber de su paso ni de su futuro, “no ve toda la película”. No obstante, esta forma de definir una foto no es justa. El gran fotógrafo recientemente fallecido Carlos Bosch hablaba del peso ontológico de una foto, concepto que lo podemos tomar amigablemente o hacer parte de una gran polémica. En este último caso es la “película” que se pone en juego para percibir todo el despliegue de los hechos y no solo un fotograma aislado. ¿Pero no es verdad que una foto específica y con definitiva espesura, que pude tener diversas posibilidades expansivas y secuencias de todo orden, puede no ser menos significativa respecto del sentido profundo de las imágenes que vemos en secuencias?
La foto del 9 de julio y el espectro de Perón
Veamos una foto que fue de muchas maneras observada y discutida en días recientes, la del Presidente Fernández con los gobernadores y los dirigentes del agro y la industrial, tomada el día patrio. Precisamente la foto de Olivos, que motivó tantas polémicas, más allá de analizarla como una propuesta de acrecentamiento de las alianzas gubernamentales (sectores empresarios industriales y productores agrarios, un representante de la GCT y gobernadores). Esta foto puede ser interpretada en primer lugar no por su significado político sino estético y -si puedo agregar una anécdota personal-, también como un problema de cierto tinte histórico espacial. El lugar donde se hizo. Luego me explico. La foto pertenece a la conmemoración del 9 de Julio y al haber gobernadores, empresarios y un sindicalista, se supone que compone una unidad, en su forma icónica trasladable al cuadro social del presente. La reunión es en el Quincho aledaño a la Casa donde reside oficialmente el Presidente en Olivos. El encuadre deja ver las arboledas detrás del vidriado posterior, y antes de él, en sendos plasmas, como estalactitas inmóviles, se muestra a los gobernadores, inertes como cuadros renacentistas. Separados por el distanciamiento oficial -es lógico, pues esta situación está producida por la cuarentena-, se hallan los demás personajes, a los que les falta un Velázquez que al mismo tiempo esté en la escena. El presidente en el atril hace un discurso ante las personas en presencia corporal y protoplasmática, en la modalidad de video remoto. La cúpula del quincho, triangular y sus parantes de lejano sabor gótico crean una bóveda de ese sabor, solo que es un espacio para las reuniones más numerosas que no exigen adentrarse en la propia residencia. Esa especie de capilla atrajo ciertos recuerdos míos.
El lugar es bien reconocible y me produce cierto estremecimiento -si recurro a mi vaga memoria-, pues allí se realizó la última reunión del general Perón con todos los sectores de la juventud del Frente de aquel entonces, en vísperas del acto del 1° de mayo de 1974, que puede ser rememorado por su singular dramatismo. Era el momento en que se iba a hacer explícito que se iba a quebrar lo que ya estaba quebrado. No obstante, en esa reunión del Quincho se trataban previamente las condiciones en que se haría dicho acto. La reunión era numerosa, creo que unos treinta representantes de agrupaciones, en su mayoría miembros de la agrupación mayoritaria, la organización montoneros, pero complementada por disidentes y miembros de otras juventudes, como la demócrata cristiana. Perón apareció ceñudo. Hizo una breve alocución, de la que recuerdo la frase “en todas las historias hay lobos disfrazados de cordero” y luego los miembros más prominentes (solo faltaba su máximo representante) de la organización que ya estaba fuera de los planes de Perón -aunque el transcurso de la reunión nunca lo reveló plenamente-, hicieron diversas preguntas, muchas con forma incisiva de advertencia. El cuestionamiento mayor era el grueso vidrio transparente que se iba a colocar para separar su figura de cualquier propósito adverso, lo cual fue impugnado por los únicos de los que el pensamiento oficial podía sospechar de tales animosidades.
El debate era irresoluble, hablaban los que querían que Perón tuviera un contacto más estrecho con su pueblo, y el interlocutor era el mismo Perón que desconfiaba de aquellos mismos que suponía que interferirían el mismo contacto que se propiciaba. No son habituales esas discusiones y por eso la cuento, para saber también cómo se desplaza lo político sobre los carriles de un drama mientras se crea que solamente son fuerzas “discursivas y no discursivas”, como alguien dijo, las que actúan complementariamente. Lo raro de la reunión era que se había establecido una discusión fuerte, mano a mano, donde Perón respondía las objeciones, hasta en un momento sacando del escritorio un acta judicial o algo así, que mostraba que seguían las operaciones armadas por parte del grupo que lo interpelaba, pues se trataba de uno de sus miembros detenido en la calle con un arma, luego de asumido el gobierno notoriamente votado por una gran mayoría electoral. En medio de esa inédita discusión, me eximo de dar nombres, se levantó uno de los dirigentes de la antigua izquierda peronista, en mi opinión -puedo equivocarme-, la única que quizás íntimamente Perón había sentido como propia, y exclamó: “No vamos a permitir que se trate así al General Perón”. Es claro, se le hablaba de igual a igual. Perón alternaba cierto rictus amenazante con momentos conciliadores. Recuerdo que llegó a una significativa queja sobre el tema de los grandes actos. “Tiene que estar la Policía Federal controlando todo, ahora somos el Estado, miren lo que pasó en Ezeiza por no haberse decidido una presencia estatal de control”. Frase a ser interpretada. Podría decirse que era antipática la mención a la Federal, pero el detalle significativo es que había una esperanza en el sentido de “evitar otro Ezeiza”.
Se produjo un grave silencio. Luego salimos todos, tras cambiarse otro par de opiniones, donde parecía que quedaba vigente un débil acuerdo de no ir con carteles de cada organización y respetar el preventivo mural vidriado que protegería al principal orador en la Plaza, en ese agorero primero de mayo. Si muchos salimos con las expectativas de un acuerdo, y así se lo manifestamos a los periodistas que aguardaban en el portón de la calle Villate -donde hoy vemos por televisión entra y salir autos en escenas habituales-, lo ocurrido marcó otro signo muy diferente para la historia del país. El acuerdo era imperfecto y frágil, la reunión había sido tensa, y por momentos, con un Perón levantando la voz, sentado en un escritorio pequeño, con el grupo de militantes inmediatamente a su frente, y rodeando el círculo, una nada discreta guardia personal de Perón.
Gobierno y escenografía
¿Por qué recuerdo este episodio que puede parecer inopinado? Ha pasado casi medio siglo, y si ciertos rostros y palabras parecen haberse difuminado, no sé por qué no puedo olvidarme de esas vigas transversales que por abuso llamaré góticas, como si fueran las bóvedas nervadas de las grandes iglesias medievales. Mis propósitos no son comparativos, sino tan solo guiados por una remembranza espacial. El episodio que narré, ocurrió en el mismo lugar de esa foto que tiene -cito nuevamente al gran Carlos Bosch-, un gran “peso ontológico”. La foto del Presidente representando una alusiva Unidad. No quiero desmentir, por eso, a los que dicen que “la política no es sacarse una foto”. Concuerdo. Pero ciertas fotos hacen destellar signos que se inscriben en superficies plásticas, bastante nebulosas y que extrañamente dejan estampas muy vívidas, enclavadas en zonas ubicuas de cualquier biografía, que de repente salen de su claustro que parecía definitivo. La mayoría de los en aquel momento estaban presentes, para decirlo con un eufemismo, han muerto. Aunque ya la conté varias veces, esta reunión quizás pueda tener mayores correcciones por alguien que también haya estado allí y la pueda contar con mayores precisiones. Hubo otros episodios que ahorro para no hundir más en una gris melancolía todo lo ocurrido. Nadie sacó foto de esa reunión. No había celulares ni fotógrafos oficiales. No había construcción previa. Lo que había era lo improvisado allí y lo que obedecía a una “estructura ausente” -como se decía en esa época-, que también operaba.
Ese mismo quincho ejerció ahora el papel escenográfico que estamos señalando a través de una cuestión. La de que no debería ser ese el sello icónico del actual gobierno. Como efectivamente un gobierno se mueve en el tiempo, en el territorio, en el discurso y en una vasta madeja de símbolos, es evidente que una conclusión no puede ser que se produzcan únicamente nuevos símbolos, sino algo más importante, símbolos en tanto hechos, y hechos en tanto símbolos. Y no necesariamente en forma acompasada. Un hecho determinante, las leyes en curso sobre los actos impositivos a las grandes riquezas o la estatización de Vicentin, pueden ser hechos a los que los símbolos le lleguen después, o los discursos y las preferencias artísticas del Presidente -que las brinda a menudo-, así como sus intervenciones correctivas de actos poco afortunados, como el que emanó de la reunión del Grupo de Lima, pueden ser símbolos cuyos hechos que se le correspondan, lleguen después. Ese es un entrelazamiento que llamamos realidad política, o sea, diversos planos que se entrecruzan y donde lo que parece irreal también forma parte de la realidad. Si no, cuando eludimos a la realidad todo quedaría subsumido en un estrecho pragmatismo. Siendo así, para no hacerla muy larga, concluiré diciendo que la naturaleza política de un gobierno -de este o de otros gobiernos democráticos similares, de los pocos que quedan en el mundo-, no puede ignorar los lazos casi imperceptibles que lo obligan a espejarse en otras imágenes, para rechazarlas, si se quiere, pero nunca para ignorar que nunca deja de haber diálogos. Y nunca éstos dejan de ser algo más que diálogos, entrando decididamente en las zonas de la tragedia, como aquel que referí del año 74, o en las zonas del debate de como desplegar y con quienes protagonizar las escenas dialógicas.
Una foto, tan fugaz, tan instantánea, tan repentina, puede derivar en naturaleza. Al escucharse “clic” pueden surgir de la imagen que está quieta, súbitamente, toda clase de evocaciones. Son parte de la discusión que charlando sobre este tema con Diego Conno -citado arriba-, y Rocco Carbone, convinimos en llamar una conversación sobre la naturaleza o índole del gobierno, comenzando el problema con las necesarias referencias a lo que quiere decir naturaleza, índole o dotes del gobierno. El gobierno que nos interesa. Sobre el cual, porque nos interesa, discutimos.
*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.
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