A 38 años del desembarco
ALEJANDRO, EL ARGENTINO DE MALVINAS
Por Ernesto Picco
El 13 de marzo, a los 73 años, moría en Ushuaia Alexander Betts Goss, el malvinense que, acusado de traidor, se escapó de las islas para radicarse en el continente. De Malvinas a Agua de Oro, la historia de una pasión argentina.
Cada vez que les hacía la pregunta que los incomodaba, de los maestros solo recibía ceños fruncidos, mofletes colgantes, bocas cerradas. No había manera de que le dieran una respuesta. Alex – todavía se llamaba Alex – era un niño curioso a finales de la década del cincuenta, en una isla olvidada y empobrecida, donde cada vez había menos personas. Allí el futuro y el pasado se parecían: borrosos, opacos, impensables. Nadie le contestaba cuando él preguntaba lo que quería saber: ¿Qué había aquí antes?
El presente parecía estar en pausa. El pueblo – un caserío abúlico que descendía desde una loma en pendiente hacía una inmóvil bahía gris – tenía mil habitantes. Había otros mil desparramados en el campo. Siete policías y cuatro médicos en toda la isla. Gobernaba, aburrido, un virrey enviado desde Londres que vivía en la única casa grande que había en el lugar. Las familias jóvenes que podían estaban empezando a irse a Australia y a Nueva Zelanda a buscar mejor suerte que la que tenían en el literal fin del mundo. A Inglaterra no podían escapar, porque la corona no les reconocía la nacionalidad británica. Para los isleños, el mundo exterior era una quimera.
Los padres de Alex habían nacido en las islas. Sus abuelos habían nacido en las islas. Sus bisabuelos, en cambio, decían haber llegado de afuera. Hasta ahí lo que él sabía. Los relatos familiares contaban que los bisabuelos maternos habían llegado desde Irlanda en 1849 para trabajar en el campo. Irlanda, sabía Alex – le habían dicho –, era otra isla, cruzando el mar a casi doce mil kilómetros de su hogar. Era una distancia inimaginable. Imposible de franquear. Era como recorrer cincuenta veces sus propias islas de punta a punta. También sabía que los abuelos paternos habían llegado de Escocia. Otro lugar infinitamente lejano y desconocido. Quizás – habrá pensado alguna vez Alex de niño – quizás el mundo exterior no existía.
Cuando empezó a averiguar sobre el pasado supo que en 1849, cuando llegaron sus bisabuelos, hacía apenas dieciséis años que había llegado la goleta Clio con cincuenta tripulantes para empezar la colonización británica de las islas. Y hacía ocho que había llegado el estrambótico Richard Moody – que además de militar era ingeniero, arquitecto y músico – enviado por la reina a oficiar como primer gobernador de aquel páramo hostil e indeseable en el fin del mundo. Pero en la Infant Junior School, la única escuela de las islas, que se había inaugurado a principios de 1950, nadie le contestaba a Alex cuando insistía con la pregunta de qué había en sus islas antes de 1833. La historia parecía empezar ahí.
El padre de Alex era marino y se llamaba Cyril Betts. Y su madre, su pobre madre que atendía la casa y no quería problemas, había sido bautizada con un nombre que antaño no generaba dramas, pero luego fue la peor palabra que los isleños podían escuchar. La madre de Alex se llamaba Malvina. Malvina Goss.
A finales del siglo XIX Malvina era un nombre bastante popular. En 1881 el estanciero James Felton acababa de tener a su hija menor al mismo tiempo que empezaba a construir el hotel que en el siglo XXI sería el más grande de las islas. El estanciero bautizó a la niña y a su proyecto por igual: Malvina Felton se llamó ella y Malvina House el hotel. Más: en 1906 había nacido Malvina Bolus, que en su juventud se mudó a Canadá, donde fue una reconocida escritora. Y aunque seguro habrá habido algunas otras niñas ignotas con el mismo nombre, pocos recordaban en las islas que la primera en portarlo había sido Malvina Vernet Saenz, la hija del gobernador argentino Luis Vernet.
Siete años después de independizarse de España, en 1823, el gobierno porteño había enviado a Vernet con la misión de instalar una colonia para cazar lobos marinos y procesar sus pieles y aceites. Su hija, nacida en 1830 en medio de esos menesteres, fue la primera mujer en el mundo en llamarse Malvina. Vernet la bautizó por el nombre que las islas arrastraban desde el período de dominio francés. En 1764, al llegar, el explorador Antoine de Bougainville las llamó Iles Malouines, en honor al gentilicio de los tripulantes de su barco, todos provenientes de la ciudad portuaria de Saint Malo. Tres años después, cuando los españoles le compraron el territorio a Francia, en vez de rebautizar las islas, castellanizaron Malouines y quedó Malvinas.
En 1833 los británicos expulsaron a Vernet y a su familia de las islas, pero el nombre quedó y se esparció entre algunas niñas que quedaron marcadas por the M Word – como dicen hoy los isleños que no quieren decir la mala palabra – como un sutil recordatorio del pasado negado.
Para Malvina Betts no fue un problema hasta que los argentinos empezaron a reclamar la soberanía usando aquel viejo nombre español. Con los años, la madre de Alex empezó a usar el diminutivo de Mally, y eso le ahorró usar la palabra maldita.
Alex fue el quinto hijo de los ocho que tuvo Malvina. Había nacido en 1947. El último viernes 13 de marzo, cuando me enteré que acababa de morir, recordé la vez que nos vimos en Córdoba, a principios del otoño de 2019. Ya se llamaba Alejandro, por supuesto: hacía treinta y seis años que había escapado de las islas. Y de todas las cosas que hablamos, la primera que recordé cuando supe la noticia, fue lo que me dijo cuando le pregunté si alguna vez había pensado en volver:
-No- dijo esa tarde Alejandro estirando sus brazos cortos con las muñecas juntas y hacia arriba- Si llego a ir para allá me meten preso.
*
Apellido y nombre: Betts, Alexander Jacob. Cabello: canoso. Piel: blanca. Ojos: azules. Altura: 1,60. Peso: 63 kilos. Señas particulares: no tiene. Idiomas: inglés y castellano.
La identificación que los militares argentinos le habían emitido en mayo de 1982 cuando ocuparon las islas daba esos datos de Alex, destacando que era bilingüe. Había aprendido el idioma español esquilando ovejas.
En las islas no había escuela secundaria así que lo que seguía después de la primaria era el trabajo. Cyril y Mally enviaron a Alex a trabajar en una estancia en el campo, que era propiedad – como casi todas – de un terrateniente británico que no vivía en las islas. Allí convivió con peones que nombraban a los puntos geográficos, a las partes de los caballos y a las herramientas con palabras en español. Decían que así habían pasado de generación en generación. Eran las palabras que usaban los gauchos y los españoles antes de la colonización británica y, al igual que el nombre Malvina, se habían quedado entre la gente. Durante la década del sesenta Alex trabajó en la estancia, y luego fue carpintero y mayordomo. Todo mientras estudiaba la carrera de contador por correspondencia en la Universidad de Londres: aquellos fueron, por propia experiencia, sus primeros contactos con el mundo exterior.
Pero durante esa década, desde el prácticamente inaccesible mundo exterior, llegaron cosas increíbles que seguían despertando la curiosidad de Alex.
Tres veces cayó del cielo algo que rompió la tranquilidad del mundo isleño. En 1964 aterrizó en la pista del pequeño hipódromo, a las afueras del pueblo, un avión Cessna 185: una sola ala larga sobre el techo y una hélice en la trompa. En el costado llevaba inscripto el nombre de Luis Vernet. Borrado de la historia, para los isleños no significaba nada. Del interior del avión bajó agazapado, como si fuera un extraterrestre, su único tripulante: Miguel Fitzgerald. El aviador argentino de treinta y ocho años era un aventurero que ya había realizado viajes por Estados Unidos, Japón y Filipinas. En el suelo malvinense plantó una bandera celeste y blanca, dejó una proclama escrita reclamando el territorio y se escapó de vuelta al cielo antes de que lo atraparan los lugareños.
Dos años después, el 28 de septiembre de 1966, otro avión argentino aterrizó en el hipódromo. Esta vez, era una nave de Aerolíneas Argentinas que viajaba de Buenos Aires a Río Gallegos con treinta y cinco pasajeros. Fue secuestrado en pleno vuelo por un comando de dieciocho jóvenes estudiantes y sindicalistas que desviaron su trayecto hasta las islas. Una vez allí, desplegaron siete banderas celestes y blancas y tomaron de rehenes a los isleños que se acercaron a ver qué pasaba. El famoso Operativo Cóndor tenía como objetivo capturar la casa de gobierno de Malvinas y se ejecutó con pésimos cálculos. Los secuestradores permanecieron cuarenta y ocho horas atrincherados en el hipódromo, asediados por la policía local hasta que negociaron su rendición. El avión volvió al continente pero los miembros del comando estuvieron detenidos en las islas algunos días y luego fueron enviados por mar a Río Gallegos.
La tercera irrupción fue todavía más extraña. A fines de 1968 un avión bimotor Grand Commander aterrizó en la calle Eliza Cove Road, en la parte alta del pueblo. Al comando venía, otra vez, Miguel Fitzguerald. En esta aparición lo acompañaban Héctor Ricardo García, dueño del diario Crónica y del avión, y el periodista Juan Carlos Navas. Se habían lanzado a la aventura dispuestos a contar su llegada a las islas, nadie sabe muy bien cómo ni por qué. No duró mucho. Llegó la policía de las islas y detuvo a los tres argentinos, que fueron declarados inmigrantes ilegales y deportados de vuelta al continente.
Alex no entendía nada. Desde el mundo exterior sólo parecían llegar chiflados, que codiciaban aquel lugar del que cada vez más isleños se escapaban, agotados de la inanimada vida del Atlántico Sur. Un centenar había emigrado en esa década y cien más lo harían durante los setenta.
Para agregar aún más confusión, apenas cuatro años después de la segunda aventura de Fitzgerald, Alex vio, junto a los demás isleños, aterrizar muy campantes a las autoridades del gobierno argentino que llegaron al pueblo para inaugurar la pista de aterrizaje de la aerolínea LADE junto al gobernador británico. Todos muy amigos y sonrientes. Un grupo de niños de las islas fueron llevados de viaje en avión de la empresa estatal argentina a conocer el continente. El mundo exterior existía. Se podía ir y se podía volver. Lo habían contado los niños.
Casi nadie se había enterado en las islas de las discusiones diplomáticas: Argentina y Gran Bretaña habían firmado una declaración conjunta que ponía en suspenso la discusión de la soberanía y avanzaban en busca de acuerdos comerciales y migratorios. Inglaterra quería ceder la soberanía y Argentina avanzaba por la vía de la diplomacia y el comercio. Había instalado una oficina de YPF y Gas del Estado, una de LADE – todas con la bandera celeste y blanca flameando en cielo isleño – y había mandado maestras que enseñaban castellano a los niños a través de la radio.
Gracias a su manejo del idioma, Alex se hizo amigo de los argentinos que llegaron a las islas por esos años. También consiguió un puesto como administrativo en la oficina de LADE.
Las islas y el continente estrecharon lazos con esos nuevos compromisos y negocios. A ese paso, a principios de los setenta, se esperaba recuperar la soberanía argentina. El destino hubiera sido lo que más tarde Gran Bretaña acordaría con Hong Kong en la Declaración Conjunta de 1984, que resolvió la transferencia definitiva de la soberanía a China a partir de 1997. Pero no fue así. En Malvinas poco se sabía de los años oscuros que se avecinaban en el continente. Los años de la dictadura y del terror. De las torturas y las desapariciones. Lo supieron cuando, en su último arrebato, los militares argentinos estiraron sus tentáculos al mar y la sangre llegó a las islas.
*
El modo en que el destino de Alex se torció al poco tiempo puede leerse casi en espejo con el de uno de sus mejores amigos: Terry Peck, quien prácticamente se convirtió en némesis.
Terry y Alex defendían juntos la retaguardia de los Mustangs, uno de los equipos de la discreta liga de fútbol amateur de las islas. Terry, con 43 años se mantenía en forma. Era un grandote de espaldas anchas y pelo negro que exudaba confianza. Había practicado boxeo y se había entrenado en la Boy´s Brigade en los sesenta. En los setenta había sido jefe de policía de las islas por un par de años y después se había ido a trabajar en una planta empacadora de carne en Ajax Bay. Tenía un carácter díscolo e impulsivo, que no le impidió más tarde triunfar en la política local. Cuando la guerra interrumpió la vida cotidiana, acababa de ser electo para integrar el Consejo Legislativo.
Terry, con su porte y su carácter, era el arquero de los Mustangs. Alex era el primer marcador central. A sus 35, era más menudo y retacón. Con un flequillo castaño – ya encanecido, según su identificación – que caía como un pequeño toldo sobre la frente. Las cejas gruesas, la boca como un punto y la cara en forma de pera. Por aquellos años su vida ya había dado más de un vuelco. La estabilidad que había ganado trabajando en LADE después de rebotar en distintos empleos durante su juventud, no la tuvo en su vida personal. Su esposa Candy, con quien se había casado en 1968, se enfermó y murió en 1977. Un año después se casó con Rosita, una chilena con quien tuvo dos hijas, y de quien se divorció al poco tiempo. Desde entonces, Alex vivía en la casa de su madre. Durante esos años, y aprovechando la buena relación con el continente, Alex comenzó a solicitar y recibir en forma privada archivos y documentos de la Academia Nacional de Historia Argentina, que le permitieron estudiar en secreto el pasado que le habían ocultado durante su infancia y juventud.
Mientras tanto, cada fin de semana Terry y Alex jugaban juntos en la cancha del pueblo, siempre húmeda y rápida. Pero después del 82 se detuvo el fútbol y también la amistad. Terminaron enfrentados entre ellos, pero también con los demás isleños. Y ambos tuvieron que partir a exilios diferentes.
Cuando las fuerzas argentinas tomaron el pueblo en abril del 82, y aún se pensaba que era poco probable que enviaran algún rescate desde Inglaterra, los isleños vivieron más de un mes de incertidumbre, en el que los militares intentaron argentinizar las islas de golpe: cambió el sentido de la circulación de los vehículos – ahora por la derecha y no por la izquierda, como era el modo británico – se instaló el peso argentino como moneda y en las calles se empezó a hablar casi a la fuerza el idioma español. Por lo demás, durante todo abril la vida argentinizada fue de relativa tranquilidad.
Una mañana, Alex fue a buscar a Terry con una idea:
-Tenemos que ir a Buenos Aires a hablar con Galtieri.
- ¡¿Qué?!-, le contestó Peck incrédulo.
- Te estoy hablando en serio- le insistió Alex-. La mayoría de los funcionarios se esfumaron. Tenemos que armar una mini comisión para tratar de arreglar la situación allá. Vos vienes como concejal, yo como trabajador de una empresa que es estatal argentina. Tenemos que dialogar. Yo puedo conseguir el traslado gratis con una aeronave, pero tendríamos que hablar con un oficial superior para que nos abra la puerta para llegar a Galtieri.
Terry le dijo que lo iba a pensar hasta la tarde. Pero Alex no sabía que su amigo ya había estado mascullando en soledad sus propios planes. Tampoco sabía que esa había sido la última vez que se verían.
Peck no le contestó nunca a Alex y a los pocos días se presentó solo ante Menéndez en el búnker que había montado en la Casa de Gobierno después de despachar al gobernador Rex Hunt de vuelta a Londres. Le dijo al gobernador argentino que se ofrecía a representar a los isleños que quedaban en Malvinas para negociar la organización del pueblo. Menéndez rechazó la propuesta. Entonces Terry, frustrado y contrariado, se subió a una moto y escapó al campo. Vivió a la intemperie durante casi un mes hasta que se enteró, a mediados de mayo, que los soldados ingleses habían llegado a Bahía San Carlos. Acudió al lugar y se convirtió en guía de los militares británicos que habían venido a defender las islas. Como había tenido entrenamiento en su juventud, pidió sumarse a las fuerzas que la noche del 11 de junio atacaron Monte Longdon, antes de entrar por primera vez al pueblo y recuperarlo. Fue el único civil que participó de aquel enfrentamiento.
Alex, por su parte, hacía rato que se quería ir a vivir a Argentina y en 1981 ya tenía iniciados los trámites para un traslado a la oficina que LADE tenía en Ushuaia. El papeleo aún no había avanzado cuando empezó la guerra. Al enterarse de lo que había hecho Terry, Alex abandonó la idea de entrevistarse con Galtieri, y acudió a colaborar directamente con las tropas argentinas.
Betts sostuvo la idea de que era aeronáutico civil de la Fuerza Aérea Argentina, y que iba a seguir ahí. Los militares argentinos le encomendaron hacer la distribución de gas en el pueblo y otras tareas de logística. Los isleños lo acusaron de traidor.
Cuando terminó la guerra, Terry Peck era ya un héroe condecorado de las islas. En los años siguientes se embriagó un poco en su propia mística. A fines de julio convocó a una reunión en el gimnasio local donde acudieron 150 personas. Les dio una arenga para recuperar la autoestima y entregarse sacrificialmente a las tareas de organización para reconstruir las islas. Peck tenía un irrefrenable deseo de liderazgo y de respuesta popular. Retomó su actividad como consejero y viajó a Bahamas y al Reino Unido a representar a las islas en la Conferencia del Commonwealth. Pero se equivocó: en el mundo exterior explicó todo lo que había que hacer en sus islas y lo poco que estaban trabajando los otros consejeros. Para peor, publicó desde el extranjero una carta diciendo esto mismo en el Penguin News, el periódico de las islas. Y así empezó a ganarse enemigos internos.
Fotografía: Nerina Bertola |
A mediados del 83 organizó un operativo de limpieza para retirar chatarra y restos de guerra. Se sumaron 175 civiles y militares. Pero Peck no podía con su genio y al día siguiente se quejó públicamente por la falta de compromiso de los demás isleños que no habían ido. El esperaba una multitud aún mayor.
También ese año, Peck publicó otra carta en el Penguin News reclamándole al gobierno que no se sabía dónde estaba el dinero enviado por Inglaterra destinado a la construcción de caminos. En el 84 se peleó con sus compañeros consejeros, renunció a su cargo, se separó de su esposa y amenazó con irse a vivir a Escocia, pero se terminó yendo al campo a trabajar en una estancia en Goose Green. En el 85 se arrepintió y en las elecciones se presentó otra vez como candidato a la Asamblea. Esta vez casi nadie lo votó. Quedó fuera y se volvió al campo, a una suerte de exilio interior en el que terminó recluido, hasta que murió de cáncer en 2006.
Alex vivió la posguerra con una intensidad parecida. Ocho días después de la rendición argentina, abandonó las islas en una barcaza junto a seis trabajadores de YPF y un periodista uruguayo. Se fue dejando a su ex esposa Rosita y a sus hijas Magalí y Zoe, que en el 87 partieron de las islas para vivir a Gales. Quedó su madre, a quien volvió a ver solo una vez en su vida, cuando ella cumplió setenta años y fue de visita a Córdoba. Alex nunca conoció a sus nietas. Con el resto de su familia tuvo escasísimo contacto. Terry, uno de sus hermanos menores, fue el último familiar al que vio antes de partir. Fue un encuentro a las trompadas en la vereda de la casa materna.
Cuando llegó al continente, LADE le reconoció el traslado y Alejandro – se había castellanizado el Alex de manera inmediata – fue destinado a Córdoba para trabajar en una oficina del Aeropuerto Internacional de Pajas Blancas.
En noviembre de 1982 el gobierno argentino lo llevó a una conferencia en la ONU cuando se retomó la defensa diplomática por la soberanía de las islas. Junto a él fueron otros tres isleños. Reinaldo Reyd, un santacruceño que había vivido en las islas desde la década del sesenta. Se había casado allí, pero había sido expulsado de las islas durante la guerra al ser acusado por los militares de espía argentino. Fueron también Susan Cutts y Barbara Minto, dos isleñas que se habían casado con argentinos que habían trabajado en las islas y se habían ido a vivir al continente antes de la guerra. Todos reclamaron a favor de la soberanía argentina.
En diciembre del 82, el gobierno le reconoció a Alejandro Betts la nacionalidad argentina y fue noticia en el Penguin News. Betts acudió varias veces al Comité de Descolonización de las Naciones Unidas acompañando al gobierno. En marzo de 1984, el Penguin News tradujo y publicó una entrevista que le hicieron en una revista argentina, donde Alejandro decía que los isleños “estaban un poco desubicados en ser leales a la reina” y que “sería mejor si pensaran por sí mismos”. Seis meses después, Alejandro envió una extensa carta al periódico de las islas explicando las razones por las que para él las Malvinas eran argentinas. Graham Bound la publicó en tres partes que salieron en las ediciones consecutivas del Penguin News durante octubre de ese año. Esto le costó una catarata de respuestas y agravios que se publicaron durante los meses siguientes entre las cartas de los lectores del periódico.
Alejandro Betts se convirtió en el enemigo público número uno de los isleños. Un grupo de vecinos publicó una declaración en la prensa local y la envió al continente diciendo que Alejandro nunca había estudiado la historia argentina y que se había ido de las islas porque tenía una relación extramatrimonial con Santina Toranzo. Santina era una cordobesa que había viajado a las islas en 1981, cuando tenía 27 años, a trabajar como niñera en la casa del Comodoro Héctor Chilovert, titular de LADE. Allí conoció a Alejandro, se enamoraron y más tarde en Argentina se casaron.
*
El 27 de abril de 2019 subí 35 kilómetros por las sierras chicas de Córdoba desde la capital provincial y llegué a Agua de Oro, el pueblo que Alejandro Betts había elegido para vivir en el continente. No nos conocíamos. Le había escrito para entrevistarlo y él me citó para aquel día a las cinco de la tarde en el café Pan Caliente. Yo llegué dos horas antes, y pude recorrer el pueblo donde se había exiliado el argentino de Malvinas. Era un amontonamiento de construcciones de piedra, madera, chapa y vidrio a ambos lados de una larga ruta que se estiraba sobre la pendiente pronunciada hacia lo más alto de la serranía. Ninguna de las casas y negocios parecía tener menos de treinta o cuarenta años. Los carteles, pintados a mano, anunciaban ofertas de verduras, de helados, de estadía. Los quioscos, como en los pueblos chicos, tenían nombres de persona. El silencio y la siesta desierta me recordaron a la soledad de Puerto Argentino. Aunque a esa hora en Agua de Oro sólo se escuchaba el viento, era un viento diferente al de las islas. Seco y terroso. Ni frío ni caliente. Persistente, pero apenas te bamboleaba un poco la ropa. A diferencia del viento de las islas, que te empuja. El de las islas es un viento frío y bruto. El de Agua de Oro era ligero y apenas molesto. El de Malvinas un rugido, el de Córdoba un silbido.
Agua de Oro tiene casi la misma cantidad de habitantes que tiene hoy Puerto Argentino. Son 1.918, en una superficie de 140 kilómetros cuadrados. Los 2.100 del pueblo malvinero están apretados en un rincón minúsculo de 5 kilómetros cuadrados. En el pueblo cordobés Alejandro era un vecino famoso. No sólo por sus orígenes, sino porque se había dedicado intensamente a la política. Su historia con Santina Toranzo no duró mucho y se separó otra vez. Casi toda su energía vital estaba en la política y en la causa Malvinas, que defendió hasta su último día. Lo que no le duró el amor le duró la militancia.
Ni bien llegó al continente se afilió a la Unión Cívica Radical. Fue concejal entre 1983 y 1987, y secretario de gobierno de la municipalidad entre el 85 y el 95. Después se candidateó sin éxito a intendente y a parlamentario del Mercosur. A sus 71 años, era un ex empleado municipal jubilado, pero activo. Había escrito cuatro libros sobre Malvinas, y daba charlas y conferencias sobre el tema en distintas provincias.
A las cinco en punto entré al salón del Pan Caliente. No menos de diez clientes tomaban su café o compraban facturas para volver al ruedo tras despertarse de la siesta. Alejandro estaba sentado en una mesa al fondo, junto a la ventana. El flequillo castaño como un pequeño toldo se le había ido para atrás y se le había vuelto blanco y etéreo, igual que sus cejas gruesas. Como en las viejas fotos que había visto, la boca era un punto y la cara en forma de pera, estaba ahora reblandecida por los años. Llevaba un polar azul, jogging y zapatillas de deportes. No leía nada. No tomaba nada. No miraba el celular. Sólo esperaba.
Cuando me vio llegar y yo le estiré el brazo, él me saludó con un acento británico que lo hacía escucharse como la imitación caricaturesca de un inglés. Las yes y las doble eles como íes, las erres dichas casi como una doble ve, las des apenas pronunciadas, los acentos puestos más de una vez en la sílaba equivocada, algún artículo fuera de lugar. Pero todo aquello con la musicalísima tonada cordobesa. Por su historia y ahora por sus formas, Alejandro Betts me dio la impresión de ser un sujeto único e irrepetible.
Charlamos durante un par de horas, en las que me contó gran parte de la historia que he escrito en estas líneas, y que he matizado con otros testimonios y archivos. Me corrigió un par de veces, cuando le dije cosas que él no compartía.
-Yo no me considero un exiliado- dijo en su tono cordobritish-. No existe el exiliado entre el territorio continental y las islas. Yo no me fui de mi patria, porque las Malvinas son argentinas. Pero bueno, no puedo volver. Allá ellos saben mejor que yo como es mi vida, que todo el tiempo estoy con el tema de Malvinas en la sangre. Creo que nunca voy a poder sacarlo completamente de la sistema-, remató con el artículo fuera de lugar.
Hablamos de las islas y le dije que me había impresionado el modo en que se habían reconstruido después de la guerra, y le pregunté qué opinaba él:
-Es que en el 82 cambió la mentalidad de los lugareños- me dijo-.Que no son tantos, son minoría. Apenas el 42% de la población. Pero los hijos de los nuevos colonos británicos, que han llegado en los últimos veinte o treinta años. tienen una formación muy superior. Y están en la recolonización permanente de las islas.
Y es verdad: después de la guerra los isleños llevaron adelante un proyecto de desarrollo sostenido en la venta de licencia para la pesca, que estaba sin explotar, con la cual lograron financiar un Estado que garantiza salud y educación gratuita para los isleños, incluida la universitaria. Los jóvenes isleños van a estudiar al Reino Unido. Allí donde los nativos tienen que endeudarse para pagar sus estudios, ellos llegan completamente financiados con dinero de las islas.
Desde 1986 la pesca aumentó los ingresos públicos en un 500%, asegurando la autosuficiencia de las islas en todas las áreas, excepto defensa y asuntos externos, que siguen a cargo de la corona británica. La población volvió a crecer, muchos que se habían ido comenzaron a regresar, les reconocieron la nacionalidad británica y empezaron a recibir inmigrantes de otras colonias inglesas, de países africanos y latinoamericanos. Hoy Malvinas está repleta de chilenos, peruanos y filipinos. Como bien me había marcado Alejandro, más de la mitad de sus habitantes actuales han llegado de otros países.
También hablamos de la guerra, y él me dijo que hubiera cambiado el curso si los ingleses lograban hacer cabecera de playa. Que aunque en el ejército británico eran todos profesionales, y en altamar estaban fuertes, se les iba a complicar muchísimo ante el fuego nutrido que viniera de cualquier dirección si hacían base:
-Ellos- dijo otra vez con el acento inglés hablando de los ingleses, como si estuviera hablando de otros- eran toda gente que toman el servicio militar como un trabajo, son altamente entrenados. Con un concepto de guerra que hay que ganar o ganar, no importa el medio. Uno va para ganar y listo. Así y todo, nuestros combatientes los tuvieron… pero así eh…
Alejandro hizo un gesto acercando el dedo índice y el pulgar. Un gesto como de cortito. Y empezó a hablar más lento y más bajo:
-Era realmente increíble- dijo ya casi sin voz, mientras los ojos azules se le ponían rojos y acuosos.
-Increíble- dijo por último, como si fuera a desinflarse, pero siguió-. Era la entereza de los chicos nuestros. La autoestima de estar defendiendo su patria. Yo todavía estoy defendiendo mi patria, macho.
A lo último lo dijo como si lo hubieran dicho ellos y como si lo estuviera diciendo él.
Y ahí se quedó nuestra conversación.
Esa tarde Alejandro me acompañó caminando hasta la pequeña terminal de micros y nos despedimos con un abrazo en la vereda. Fue la primera y la última vez que hablamos.
Nueve meses después, en enero de 2020, Alejandro se mudó a Ushuaia, la ciudad que la ley reconoce como capital de las Malvinas. Había sido convocado por el gobierno provincial para sumarse al equipo de la Secretaría de Malvinas, Antártida e Islas del Atlántico Sur. A las pocas semanas le diagnosticaron un tumor en la médula espinal. Lo operaron, pero su cuerpo no resistió mucho más.
Alejandro tuvo un fuerte lazo con Ushuaia, a pesar de haber vivido casi toda la posguerra en Córdoba. Aunque le habían reconocido simbólicamente la nacionalidad argentina en 1982, recién le entregaron su documento nacional de identidad en 2014. Allí figuraba como domicilio Hebe 1, Puerto Argentino, Islas Malvinas, Islas del Atlántico Sur, Tierra del Fuego.
Bellísimo
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