¿Qué nombre le pondremos a la unidad estratégica que surge del entrelazamiento entre Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner y Axel Kicillof? ¿Hay todavía un subsuelo de lo popular emparchado, que sin embargo hace bien en no soltar sus nombres, que tanto significan? O la lucha por saber qué significan ahora indica que los nombres que se poseen, antes que un resguardo cómodo, ¿deben ser una pregunta más que se realiza en la intemperie?
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Evidentemente, peronismo es el nombre que reina por doquier. Ya no es un nombre político, lo que llamaríamos una identidad política, sino un ámbito íntimo y a la vez cultural, algo con un “no se sabe qué” de sustancia pre-política. O ante-predicativa. No es necesario pedir dispensas por este término algo filosófico. Quiere decir que a la verdad hay que buscarla donde probablemente ella no lleve, todavía, ningún nombre definitivo, yacente en ese lodazal previo a la conciencia real. Donde apenas están insinuados, solo sospechados, los elementos en bruto que después de salir de su palpitar confuso, obtienen tal o cual denominación. La que vibrará en las voces colectivas. Por el momento, lo podemos encontrar en un lejano balbuceo, antes de las categorías políticas. Pero evidentemente -gran paradoja-, luego formará parte de todas ellas. Llama la atención la convivencia con una trama anterior tan turbulenta y sensitiva, nido de oscuras pasiones, con un nombre que quiso significar en todas las instancias del sentido. En la filosofía, por la vía de la comunidad organizada, en lo político, por la vía de la conducción, y en la ética, por la idea de que “cuando un peronista comienza a sentirse más de lo que es, empieza a convertirse en oligarca”. Esto último indicaría un peligroso deslizamiento que parte de una idea de un ser un tanto inerte, porque no es fácil saber dónde empieza el sentimiento de sentirse más de lo que se es, y donde comienza a operar esa conversión brusca en oligarca que, si entiende bien, estaría siempre al acecho de la recta conciencia.
Llama la atención que el peronismo estatal -orgánico, institucional o totalista, actuando frente a grandes masas en contrapunto con el Estado-, habiéndose munido de tantos suministros intelectuales -ya diremos cuáles eran-, viva ahora su existencia con una impertérrita tolerancia hacia su magna dispersión. Hay un partido, es cierto, y perduran ciertas instancias doctrinarias. Lo que no hay es un memorial que se halle trazado de un modo tal que deje un núcleo de continuidades más o menos coherentes que permita trazar una mínima frontera entre el ser y el no ser. La que evite el sentimiento actual que el peronismo es un nombre “panteítico” que está en todos lados. No siempre fui así. La “verdad número 3”, a no ser que tomemos estos postulados como ya hundidos en el baúl de los trastos viejos, propone: “El peronista trabaja para el Movimiento. El que, en su nombre, sirve a un círculo o a un caudillo, lo es sólo de nombre”. Como se ve, el problema que aquí deseamos despejar, ya estaba planteado hace más de medio siglo. No se le podía escapar al redactor de estas célebres líneas, tan incómodas que ya no son citadas, que era posible distinguir sustancia y nombre, identidad efectiva y autodenominación vacía. Claro que la filosofía contemporánea no aceptaba tan fácilmente esta escisión entre significado y nombre, y cuando lo hacía, lo veía a la luz del modo en que se escindían significante y significado, tema que obtuvo tantas consecuencias en su proyección a lo largo del siglo XX.
En el Congreso de Filosofía de Mendoza, joya institucional que con razón sigue conmemorando el peronismo -este evento inusual ocurrió en el año 1949-, podemos revisar rápidamente uno de los grandes discursos allí escuchados, el de Jean Hyppolite. Este hombre, estudioso fervoroso de Hegel ocupaba una silla en la academia francesa, que a su muerte fue heredada por Michel Foucault. No me parecen tan irrelevantes estas asociaciones que penden de un hilo más fino que el sisal. Hyppolite quería establecer que le debía el existencialismo al bergsonismo, y entre tantas cosas que no comentaremos aquí, cita un tramo de la poesía de Charles Péguy, discípulo de Bergson: «Et par la vous savez combien L´homme exagere / Quand il dit qu’il deteste et quiand il dit qu’il aime / Et qu’il n’est point de lieu sur la terre étrangére / Ni pour un grand amour, ni pour un grand blaspheme». Esto es, el odio y el amor no tienen un territorio fijo; no son posibles, a fuerza de extranjería, ni un gran amor ni una gran blasfemia. Podríamos pasar por alto todo esto, porque solo interesaría a la historia menuda de la filosofía. Pero son frases dichas el mismo momento en que se escriben las 20 Verdades Peronistas, y pronunciadas en el Congreso que los mismos funcionarios filosóficos del peronismo han organizado, y no solo eso, donde Perón cierra con su célebre discurso, que con su mención spinoziana a la eternidad, debió haber introducido, sin duda, una dura espina en esa congregación donde deliberaban sesudamente los neotomistas y los protoexistencialistas.
No obstante, como se ve, no parece recomendable dejar en una indiferente distancia conceptual las frases o eventos que por tan heterogéneos que parezcan, se brindan a la expectación pública en las mismas fechas o por lo menos en las mismas franjas de tiempo empírico. Por eso, el recurrente interés que despierta ese congreso de filosofía de 1949, no puede ni debe disociarse del modo paralelo en que el peronismo no solo intervino discursivamente en aquel congreso donde se escuchaban ponencias sobre la metafísica de la infinitud y la imagen del hombre en Goethe, sino que para el uso de las masas receptivas a la doctrina -el escalón popular de la filosofía-, se entronizaban los enunciados morales conocidos como “veinte verdades”. Como vimos, algunas son sorprendentes, pues afirman que puede haber una autonomía del nombre, pero cuando este se separa del significado del que está necesariamente unido, el nombre resulta insustancial. No es lo que ahora vemos, aunque decimos esto no para resguardo de ningún sustancialismo, sino para hacer notar cómo el paso del tiempo no genera indiferencia ni deja ilesos a los monumentos simbólicos. Y la otra “verdad”, aquella que menta que si un peronista “se siente más de lo que es”, traspasa un límite y ya se considera oligarca. Esto plantea dificultadas; ayer y hoy son las mismas en torno a cualquier identidad.
El dilema es que este enunciado se concibe sobre un momento de arbitrariedad suprema, pues no era necesario recurrir al Congreso de Filosofía para saber de la dificultad de descubrir cuando se traspasa un límite. Ese límite que deja adentro el que no se cree “más de lo que es”, y el que, por no acatar esa restricción, pasa a ser oligarca, o sea, un adversario o un enemigo que provendría de aquellas mismas filas que antes integraba. Este problema es decisivo en la historia del peronismo. Solo un árbitro indiscutido que fuera el dador del nombre -el nombre del Uno, que se derramara sobre el resto-, podría determinar quién se pasó de la raya o sacó los pies del plato, según las conocidas expresiones. De lo contrario, librado a cada grupo de discusión, el criterio que delimitaría cuándo alguien se pasa al otro lado, deja a todos los miembros de un colectivo social dentro de la trágica situación de ser siempre potenciales traidores o leales. Originar esas recurrencias y aspirar a tener la regla para detenerlas en el momento justo, fue siempre la aspiración de Perón, en vida. Servir a un “caudillo” era ser peronista solo de nombre. Esto es muy exigente, a condición de entender que para Perón, su ocupación era la de poseer una ciencia del comportamiento humano en la esfera de un activismo común, que había declarado que era lo contrario del caudillismo, forma de adhesión sin ciencia y sin resultados eficaces, no sean los venales.
Se dirá que con estas parrafadas estamos discutiendo cuestiones antiguas y que ahora lo principal es fortalecer el frente triunfante en la crucial elección del 27, dada su evidente heterogeneidad. Concuerdo, pero fortalecer parta mí significa tratar también estos problemas, llamémoslos de “carácter simbólico”.
Alberto Fernández acaba de visitar en México la Catedral de la Virgen de Guadalupe. Ha escrito en el libro de visitas, ante la atenta mirada obispal, un deseo de que la gracia guadalupana se extienda también sobre la Argentina. Acto singular, digno de un comentario. El culto guadalupano es tan extenso, convincente, misterioso, real y mítico a la vez, que constituye el río de creencias legendarias que le da vida a México, así como también irriga una discusión que abarca toda su vida de país independiente. No hay que olvidar el laicismo de la Revolución de 1911. ¿Existió el indio Juan Diego, al que en el siglo XVI se le presentó la Virgen varias veces? ¿Cómo está hecho el manto de la Virgen y que antigüedad tiene? Y en un extremo, según la predica de Fray Servando de Paula Mier: ¿hubo cristianismo en México antes de la presencia española? Bolívar mismo interviene en esta polémica en su Carta de Jamaica.
Al mismo tiempo, Alberto llegó a México con el Día de los Muertos como telón de fondo. No quiero exagerar con estas delicadas cuestiones. Hay una gran novela de Malcom Lowry, Bajo el volcán, que transcurre el día los muertos -en medio de la rebelión de los cristeros contra el gobierno de Calles y luego de Cárdenas-, pero se trata de un drama existencial amoroso, de fuerte connotación trágica, que hace contrastar la nacionalidad del protagonista principal, el cónsul Geoffrey Firmin, inglés, adicto al mescal, al filo de hondos trastornos afectivos. Es interesante esto del telón de fondo, el drama público que roza desde lejos al drama íntimo. Pues bien, no quiero decir que nada de esto tenga que ver con el viaje de Alberto. A este, le asigno la gran importancia de constituir un vínculo nuevo y original con México, con la presidencia de López Obrador. Ya con un telón de fondo, para usar esta misma expresión, que incluye el conjunto de la situación latinoamericana, Chile, Ecuador, Venezuela, Brasil, Uruguay, para el establecimiento de una corriente común de carácter intelectual y moral que recorra todas esa singularidades en nombre de la restitución de la vida justa y los autonomismos nacionales frente a las grandes estructuras financieras y comunicacionales que ponen al mundo al borde de la cuestión mediterránea por excelencia, el naufragio de los débiles.
Vemos a Alberto, antes de tomar decisiones fundamentales que significan sumergirse en un mar de presiones y atmósferas coercitivas -ante las cuales se deberán exhibir, como es lógico, las máximas reglas del soberanismo social y político-, trazar en sus viajes y actitudes un itinerario repleto de símbolos. Digo de todo esto a la luz del interesantísimo artículo de Horacio Verbitsky sobre la canonización de Evita. Esta historia viene tan de lejos, que Verbitsky la sitúa en el seno de las “dos grandes religiones” del país, el peronismo y el cristianismo. Evidentemente, en el ´55 eclosionó una suerte de larvada conflagración religiosa, donde los “cristeros” argentinos veían con preocupación las leyes peronistas sobre el divorcio, el reconocimiento de la escuela científica Basilio y el culto a Evita, a la que ya se la llamaba santa Evita, así como era costumbre considerar los feriados sobre todo el que sucede luego del 17 de Octubre, como días de San Perón. Chascarrillos, se dirá, pero ese tejido que se hacía espeso, iba configurando una disyuntiva en cuanto a las prácticas cultuales populares que, bajo un subsuelo común, se expresaban con simbologías peronistas o católicas. Mucha agua corrió desde entonces bajo el puente, pero eran puentes de fuego. Desde el incendio de las iglesias -tan agudamente comentado en su momento por Oscar Masotta, y capítulo famoso de Sobre héroes y tumbas-, hasta la creación de los sacerdotes del Tercer Mundo y su manifiesto más conocido, “Nuestra opción por el peronismo”, que se sumaba a nuevas insinuaciones de lo teológico-político en la Argentina. Si antes Perón citaba al Papa para bendecir urbi et orbe, hoy el Papa es quien recupera ese acto para englobar al peronismo. Se intercambian o mutan los mismos procedimientos, que procedían antes de un lado y ahora de otro.
Conclusiones: Alberto Fernández hizo una campaña inteligente y audaz, prudente y atrevida, el entrelazamiento con Cristina fue una obra de arquitectura de Le Corbusier y la presencia de Axel, la intervención del duende inesperado que viaja con la marca de la historia, ya que “Clío”, la musa de los cantos históricos, está inspirada en Tucídides. Ahora bien, ¿y qué nombre le pondremos? Se han atravesado debates, airadas discusiones sobre la identidad, formas leves de flotación que como polen irresuelto esparcieron un nombre hacia derechas e izquierdas, y en los últimos tiempos, más hacia lo primero que hacia lo segundo, llegan a superponerse con alas del macrismo infausto. ¿Hay todavía un subsuelo de lo popular emparchado, que sin embargo hace bien en no soltar sus nombres, que tanto significan? O la lucha por saber qué significan ahora -símbolos que están tanto a nuestra vista, desde la Basílica de Guadalupe hasta la crítica tan oportuna de Alberto a la Warner, una de las mayores industrias culturales norteamericanas-, indica que los nombres que se poseen, antes que un resguardo cómodo, ¿deben ser una pregunta más que se realiza en la intemperie?
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