12/12/2018

entre la 13 y la 18: inseguridad y violencia en centroamérica


Desde la Cosa Nostra a la mafia irlandesa pasando por la yakuza y las mafias rusas, los grupos criminales gozan de un aura casi mística que genera morbo y respeto a partes iguales. Pero, más allá de los extraños códigos de honor y la sangre, la realidad de las mafias ha sido tremendamente distorsionada por el imaginario colectivo. En Centroamérica las pandillas sustentan y controlan a la población, con lo que desafían el control estatal y se imponen como poder legítimo.


Calor, música latina, tráfico, basura en las aceras. Vendedoras de tortillas de maíz, plátano frito y rosquillas campan por las calles y les dan color. Hombres de mirada torva vigilan cada esquina con imponentes rifles descansando sobre sus rodillas. El alambre de espino decora cada edificio, cada mercado. Miles de casas se desparraman por la ciudad, fruto de un crecimiento urbano rápido y caótico.

Los países del Triángulo Norte de Centroamérica, formado por Guatemala, Honduras y El Salvador —también conocidos como “Triángulo de la Muerte”—, son un enclave estratégico que sirve de puente a la droga entre Sudamérica y Estados Unidos. El endurecimiento de la lucha contra el narcotráfico en México en los últimos años ha tenido como resultado la búsqueda de nuevas rutas para el tráfico de cocaína, que aprovecha los Gobiernos débiles de Centroamérica para atravesar impunemente el Caribe en su camino a EE. UU.

Esta zona se ha visto envuelta en unas dinámicas de violencia e inseguridad tan fuertes que desde 2012 se considera una de las más peligrosas del mundo, equiparable a Somalia, Irak o Siria. Pero, a diferencia de estos, Centroamérica no tiene ningún conflicto armado desarrollándose en sus terrenos, lo que no impide que sus ciudades ostenten las tasas más altas de homicidios de la clasificación. San Pedro Sula, Tegucigalpa, Comayagüela, Choloma, San Salvador y Guatemala se disputan año a año el dudoso mérito de ser la ciudad más violenta del mundo.


Centroamérica es considerada una región de riesgo extremo. Seis países de América Latina se encuentran en la lista de los trece países con mayor índice de criminalidad.
Esta región se encuentra entre las más militarizadas. Tras las dos guerras civiles —Guatemala entre 1960 y 1996 y El Salvador entre 1980 y 1992—, un gran número de armas se importaron y repartieron entre el Gobierno y la contrainsurgencia, sin un control efectivo. Este último grupo estableció rutas de tráfico de armas, que han sido ampliamente utilizadas desde entonces. Desde el año 2010 se ha ido desarrollando un proceso de remilitarización brutal con el pretexto de luchar contra el crimen organizado. Rusia, Taiwán, Chile, Brasil, Israel y Estados Unidos suministran aviones de combate, helicópteros, vehículos militares y armas al Triángulo de la Muerte y la falta de transparencia por parte del Ejército acerca de sus adquisiciones, la ausencia de información sobre las armas incautadas y la corrupción de las fuerzas de seguridad hacen posible la existencia de un mercado negro transnacional de grandes dimensiones.

La adquisición de armas de manera lícita en estos países resulta más fácil que encontrar un empleo formal. Mientras que para conseguir un trabajo es obligatorio presentar toda la documentación en regla, la partida de nacimiento y los antecedentes penales, para obtener una pistola solo se requiere un documento de identidad. Pueden registrarse hasta cinco armas de fuego por persona y no existe límite para la adquisición de municiones. Las empresas nacionales autorizadas para la venta de armas —la Armería en Honduras, Cosase en El Salvador y Armsa en Guatemala— no rinden cuentas al Estado y no comparten sus informes de venta. En 2015, solo en Honduras, el Registro Nacional de Armas calculaba que había 550.000 armas vendidas de forma legal y más de un millón en el mercado negro. El 76% de los homicidios se llevan a cabo con armas de fuego.

La corrupción, los Gobiernos autoritarios pero ineficaces, los altos índices de pobreza y el elevado número de armas en circulación son factores que solo explican parte de la espiral de inseguridad que respiran estos países. Para entender la realidad centroamericana es necesario analizar un fenómeno muy característico que lleva desarrollándose años, imponiendo su ley a sangre y fuego y poniendo en jaque a las autoridades: las maras.

“Por mi madre vivo, por mi barrio muero”
La palabra mara viene de marabunta. La hormiga marabunta o guerrera es un tipo de hormiga carnívora caracterizada por su comportamiento extremadamente agresivo. Su condición nómada la lleva a realizar largas migraciones y acomete mortíferos ataques en grupo a animales de mucho mayor tamaño.

Las maras son organizaciones transnacionales de corte criminal compuestas por personas, sobre todo jóvenes, de entre 12 y 40 años que aúnan características clásicas de pandilla, pero que a su vez se acercan cada vez más al perfil de crimen organizado. Estos grupos han mutado desde su origen y han ido evolucionando y adaptándose al contexto social y político. Tienen un sentido de la territorialidad muy elevado; se conforman como familias y entre compañeros de la misma pandilla existe una estrecha relación de lealtad. Comparten unos valores, ritos y códigos propios, incluido el uso y el culto extremo a la violencia. Aunque tienen una mayor presencia en las grandes urbes, también se encuentran en zonas suburbanas y rurales. Sus principales ocupaciones son el narcomenudeo, la extorsión, el secuestro, los robos y atracos, el tráfico de armas y los asesinatos por encargo.

El grado de penetración de estos grupos en la sociedad, principalmente en Honduras y El Salvador, es altísima: controlan quién entra y quién sale del barrio, cobran el “impuesto de guerra” a comerciantes y transportistas, tienen contactos dentro de la Policía y el poder judicial, suplen el poder estatal y, en fin, ejercen su poder en la sombra de los barrios. Utilizan a niños y mujeres para cobrar semanalmente el impuesto a pequeños comercios—denominados pulperías—, bares, taxis y autobuses. El pago es ineludible; quien no consigue la cantidad requerida a tiempo es asesinado y sus familias, gravemente castigadas. Miles de comercios han cerrado por este motivo y emigrado a otras ciudades e incluso a otros países, presas del pánico y el miedo.


La extorsión es la principal fuente de ingresos de las pandillas y aseguran la protección del barrio.
Estos niños y mujeres son comúnmente conocidos como extorsionadores o banderas, pero no forman parte de la mara; es un rango previo a una mayor participación dentro de la pandilla. Poco a poco, se les van encargando tareas que implican mayor peligro y el uso de la violencia. Cuando consideran que el miembro ya es de total confianza, le proponen el rito de iniciación, en el cual le propinan una brutal paliza durante 13 o 18 segundos, dependiendo de la alineación del barrio; tras esto, tiene que asesinar a sangre fría a una persona seleccionada. Una vez entran en la pandilla como miembros de pleno derecho, es imposible salir. La deserción es considerada alta traición y es castigada con la muerte.

Las maras representan un problema de orden interno y seguridad pública que no necesariamente está ligado al crimen organizado. Sin embargo, cada vez más frecuentemente pactan alianzas y establecen negocios con bandas criminales, traficantes de armas y carteles del narcotráfico. Aunque no existe un censo oficial, diferentes organismos de la región centroamericana como la Dirección de Inteligencia Civil Guatemalteca o el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública de El Salvador calculan que existen aproximadamente 40.000 mareros en Honduras, 30.000 en El Salvador y 19.000 en Guatemala.

Origen en el sur de California
Dos pandillas han destacado por encima del resto debido a su tamaño, importancia y capacidad operativa transnacional: la mara M18 y la Mara Salvatrucha, también conocida como MS13. Su enemistad es feroz y su identidad se conforma en oposición a su rival. Ambas comparten una jerarquía descentralizada que se organiza en grupos o clicas dentro de una misma ciudad dependiendo de su territorio. Debido a esta estructura flexible de grupos autónomos, sus miembros pueden desplazarse, migrar y reagruparse entre fronteras.

Tanto la M18 como la MS13 nacieron en la misma ciudad, pero no son coetáneas, sino fruto de procesos de formación muy diferentes. La primera tiene sus orígenes a finales de los años 50 en la ciudad de Los Ángeles, en EE. UU. Entre 1942 y 1964 se llevó a cabo el programa Bracero entre México y Estados Unidos con el objetivo de aumentar los flujos migratorios laborales para cubrir la falta de mano de obra en Estados Unidos, provocada por su participación en la Segunda Guerra Mundial. Frente a una sociedad estadounidense abiertamente racista y un ambiente hostil, diversas comunidades mexicanas organizaron un movimiento de resistencia social y cultural cuyos miembros se autodenominaron pachucos. También estuvieron fuertemente influidos por el movimiento chicano de los años 60.

Los jóvenes migrantes mexicanos y posteriormente sus hijos fueron formando las pandillas para protegerse de las agresiones de la policía y otras bandas, ya fueran latinas, afroestadounidenses o asiáticas. Consideraban el barrio como eje central de convivencia y de resistencia; se convertiría en un elemento de su identidad básica. La consigna entre pandillas era “Mi vida loca”, signada por la violencia, la droga, la cárcel y la muerte. Crearon una cultura y jerga propios, lucían tatuajes y practicaban ritos iniciáticos de carácter violento. En cuanto a su actividad, se dedicaban tanto al consumo como a la venta de drogas.

La Mara Salvatrucha se formó 30 años más tarde en los mismos suburbios que la M18. La guerra civil en El Salvador empezó en 1980 y desde el comienzo miles de jóvenes migrantes salvadoreños huyeron del conflicto. Hondureños y guatemaltecos también abandonaron sus países asolados por la violencia. Al llegar a los barrios bajos de Los Ángeles, las pandillas chicanas y afroestadounidenses supusieron una amenaza común que hizo que los centroamericanos se uniesen y formasen una nueva pandilla. En su lucha por la supervivencia, adoptaron las mismas características que sus enemigos y se valieron del uso de la violencia extrema para ganarse una reputación sanguinaria. Los centros de detención juveniles y las cárceles hicieron de crisol en el que los centroamericanos se integraron en la cultura pandillera, su estilo y sus códigos.

La guerra civil salvadoreña finaliza en 1992 con la firma de los acuerdos de paz de Chapultepec. Remesas de salvadoreños comenzaron a ser deportados de las tierras estadounidenses. En 1997 el Congreso endureció aún más las penas en la ley de inmigración y, como consecuencia, los jóvenes salvadoreños fueron deportados masivamente. La reintroducción forzosa en sus países de origen significó la entrada de generaciones de jóvenes inadaptados que solo conocían la intimidación como forma de relacionarse con su entorno.

Debido a las deportaciones masivas, las pandillas nacidas en Los Ángeles se extendieron por Centroamérica y se establecieron como células independientes en las grandes urbes. Sin embargo, las maras no son solo producto de los fuertes flujos migratorios de retorno. La pobreza, la precariedad y la carencia de servicios sociales básicos, unidos a la presencia de drogas, las dinámicas violentas y la brutalidad policial, favorecieron un caldo de cultivo explosivo. El crecimiento urbano rápido y desordenado creó barrios en barrancos y orillas de ríos donde las familias vivían hacinadas. El abandono de las autoridades hacia estas zonas generó un vacío de poder que las maras no tardaron en aprovechar.

Las identidades culturales importadas de Estados Unidos jugaron un papel fundamental para enfrentar la marginación y la violencia, pero los procesos de exclusión socioeconómica y la debilidad institucional de los Gobiernos de Honduras, Guatemala y El Salvador crearon el espacio perfecto para la expansión de las maras.

Mano dura, tolerancia cero
Las maras constituyen un fenómeno cambiante que ha sabido mutar y adaptarse al entorno. Mientras que las primeras pandillas se centraban casi en exclusiva a la protección de su barrio y la mera supervivencia frente a otros grupos y la policía, las maras de segunda generación dedican mayor esfuerzo en incrementar sus ganancias. De esta forma, ampliaron su objetivo, que deja de ser puramente territorial para ser también comercial. La venta de drogas a pequeña escala y la extorsión son sus principales fuentes de financiación. En los últimos años se han ido desarrollando las pandillas de tercera generación, que se distinguen principalmente por sus objetivos políticos.

Los Estados centroamericanos que sufren este problema ven su capacidad gubernamental gravemente disminuida al colapsar los sistemas policiales y judiciales. Los mareros se infiltran en la estructura estatal, toman el control de sectores de la policía y amenazan y presionan a los jueces. La corrupción está institucionalizada; los Gobiernos pierden su legitimidad al no poder proveer de seguridad y servicios públicos a sus ciudadanos. El control efectivo lo ejercen las pandillas: imponen leyes, cobran impuestos, protegen su territorio y ejercen la justicia de manera sangrienta.

Hasta el año 2000, las únicas iniciativas de los países centroamericanos se limitaron a redadas ocasionales en las zonas conflictivas. Sin embargo, a partir de 2002 cambia la dinámica y se pusieron en marcha políticas de mano dura. Conocidas en Guatemala como plan Escoba, El Salvador como plan Mano Dura y Honduras como plan Cero Tolerancia, los Gobiernos del Triángulo Norte declararon la guerra a las pandillas. Por medio de la represión y la violencia estatal, los Estados persiguieron y acosaron de forma implacable a las maras. La militarización de las fuerzas de seguridad nacionales y la reforma de las leyes construyeron un modelo inquisitivo, militarista, represivo y autoritario. Las comúnmente conocidas como leyes antimaras permitieron a las fuerzas de seguridad arrestar y enjuiciar a menores simplemente por la sospecha de pertenecer a una pandilla, y establecieron penas de hasta 50 años de cárcel para los cabecillas.

De esta forma, se institucionalizó el uso de la fuerza extrema contra los jóvenes. La reforma del Código Penal en El Salvador y Honduras supuso una violación de la Convención sobre los Derechos del Niño y contravino los principios de presunción de inocencia y el derecho a la igualdad al tratar de forma diferente a los mareros del resto de procesados. La Corte Suprema de Justicia de El Salvador impugnó en 2004 las leyes antimaras y las declaró inconstitucionales, pero con ninguna consecuencia en la práctica. El sistema judicial carece de independencia del poder ejecutivo y se encuentra saturado, amenazado y comprado, tal como evidencia el 95% de impunidad en los casos de homicidio denunciado por la Fiscalía de Honduras.

Las políticas de mano dura exacerbaron la violencia y crearon las condiciones para que las maras se organizaran a nivel nacional desde las cárceles. Las prisiones se constituyeron como verdaderos centros de logística, reclutamiento y control. Las autoridades separaron a los presos en función de su pertenencia a la M18 o la MS13, lo que permitió que pandilleros de la misma mara pero de diferentes lugares establecieran contacto. Las pandillas se reestructuraron de forma más vertical, rígida y violenta, con liderazgos formales que les permitieron negociar con otras pandillas y grupos de crimen organizado.

En 2011, para cuando los Gobiernos abandonaron las políticas de mano dura, las tasas de violencia en Honduras y El Salvador alcanzaban máximos históricos: 87 homicidios por cada cien mil habitantes. Pese a que en los años posteriores la M18 y Salvatrucha acordaron treguas a la sangrienta guerra que mantenían, los índices de inseguridad no bajaron. La violencia no solo es producto de la lucha territorial entre pandillas; también es ejercida por las fuerzas armadas, que ha visto aumentado su poder por tiempo indefinido. Sin controles legales que limiten sus actuaciones y una absoluta falta de transparencia, las fuerzas de seguridad vulneran gravemente los derechos humanos.



¿Lucha contra el crimen o represión?
Amnistía Internacional y numerosas organizaciones defensoras de los derechos humanos han alzado la voz y han denunciado que la política de seguridad de los Gobiernos de Honduras y El Salvador realmente buscan la persecución de líderes sociales, la represión de manifestaciones y el acoso contra cualquier persona que se pronuncie contra decisiones del Gobierno. Militarizar la seguridad y entrar en guerra abierta con las maras es dar una respuesta rápida y superficial a un problema complejo. La naturaleza multidimensional del problema requiere, además de una respuesta punitiva, la aplicación de planes de prevención e integración; el ojo por ojo no resuelve nada.

Las prácticas autoritarias han demostrado no solo su incapacidad para contener la violencia y el delito, sino su enorme potencial para incrementarlos hasta producir una verdadera crisis de inseguridad. Se necesitan soluciones orientadas a resolver el problema de fondo: la pobreza, la exclusión social y la corrupción. Es necesario, en fin, dirigir la mirada hacia otras formas de combatir la inseguridad y la delincuencia. Comprender el carácter integral de las pandillas es esencial para desarrollar soluciones democráticas que respeten la dignidad y los derechos de las personas.

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