6/22/2021

deuda y culpa

Entre el psicoanálisis, la filosofía y la política: Deuda y culpa – Por Mario Casalla


El filósofo Mario Casalla analiza en este artículo y desde un marco epistemológico que vincula la filosofía y el psicoanálisis, las complejas relaciones y diferencias entre la deuda y la culpa. Casalla sostiene que como resultado de la sucesiva toma de deuda cuyo pináculo es la contraída durante el gobierno de Mauricio Macri, el argentino ya no sólo tiene una deuda sino que cada tanto “es” deuda. En el texto se resalta que deuda y culpa no son lo mismo, y que en cualquier negociación con el FMI será clave distinguir estos dos términos.


Por Mario Casalla*

(para La Tecl@ Eñe)



Para Mario Cafiero, in memoriam



En plena y compleja negociación de la deuda externa (heredada del macrismo y de la enorme irresponsabilidad del FMI en otorgarla violando sus propios estatutos), más la del Club de París que le está atada, es lógico que recrudezcan las discusiones acerca de su legitimidad o no, de si corresponde su pago y de la forma correcta de hacerlo sin lastimar aún más el ya dolorido tejido social de nuestro pueblo. En estas discusiones predominan –como también es lógico- el discurso económico y el jurídico, por tanto, economistas y abogados son los consultores privilegiados en la discusión política y gubernamental. Permítasenos terciar en ella desde otras posiciones epistemológicas que estamos seguros – de ser escuchadas- tendrían bastante que aportar al respecto sobre el fondo de estas cuestiones. Me refiero a la filosofía y al psicoanálisis en mutua relación, pero tomados ambos no in abstracto, sino también en relación y con cabal conocimiento – por parte de éstos- de lo que se discute tanto en lo jurídico como en lo económico. Tuve oportunidades de participar en anteriores experiencias muy similares y puedo dar fe de la pertinencia política de estos entrecruzamientos epistémicos, cuando son llevados con buen sentido de la oportunidad y de la necesidad. Pero aquí sólo referiré cierto marco teórico general que entonces resultó muy pertinente.



1. Sobre la deuda en general.

Parto de algunas pocas consideraciones de tipo filológico y lingüístico. En primer lugar, quiero llamar la atención sobre un hecho que –en mi entender- dista de ser menor o insignificante: si bien la “deuda” y la “culpa” han sido pensadas siempre juntas (sobre todo desde las denominadas filosofías existenciales y desde el psicoanálisis), esa reiterada unidad conceptual no siempre se repite en el nivel lingüístico. Hay idiomas donde en un mismo término están contenidas las nociones de “deuda” y de “culpa” y, en cambio, hay otros donde existe un término diferente para cada cosa. La procedencia sajona o latina, aquí una vez más divide aguas. En los idiomas sajones, en general, deuda y culpa están contenidos en un solo término. La voz alemana schuld, dice a la vez deuda y culpa. Otro tanto ocurre en el inglés con la palabra fault. Su mayor proximidad con el griego se muestra también en esto. Recordemos que en griego opheílema se traduce literalmente por “deuda” y que no existe una voz específica que diga “culpa”. El verbo ophliskáno, significa “ser deudor”, “tener que pagar”; aunque bueno es hacer notar también que en algunas de sus acepciones está ya incluida la noción de “culpa”. Ophliskáno, significa también “estar condenado”, “perder el proceso” y “hacerse culpable”. De manera general podemos afirmar entonces que en estos idiomas, deuda y culpa van de la mano y se las piensa casi siempre en mutua pertenencia. No es éste, como veremos, un detalle menor. En cambio, en el latín –de donde como se sabe deriva nuestro castellano- las cosas cambian. Allí hay términos diferenciados: debita es la voz latina que dice deuda (cuya primera acepción es “obligación” y tan sólo luego dice también –como en el griego- “culpa, ofensa…”); pero he aquí que aparece en latín una palabra específica para decir culpa, que ha llegado hasta nosotros (“colpa”). La culpa es definida –a diferencia de la deuda- como “una falta hecha a sabiendas”, es decir con intención. De aquí su relación directa con offensa (de donde viene nuestra “ofensa”), la cual a su vez es la sustantivación del verbo offendere (nuestro “ofender”) cuya significación etimológica es “maltratar, golpear a alguien. Denostar, injuriar”. De ésta escisión latina entre deuda y culpa, nacen no sólo nuestros términos castellanos, sino también -y entre muchas otras- las diferenciaciones idiomáticas en el francés (entre, dette,” deuda” y faute, “culpa”) y en el italiano (debita, “deuda” y colpa, “culpa”).



2. De las palabras a las cosas: pensar esa diferencia.

¿Es un hecho accidental esta distinción o, por el contrario, habilita también a pensar algo diferente en el orden del pensamiento? Y esto que supuestamente nos habilitaría a pensar, ¿tiene alguna importancia hoy y aquí para nosotros? A ambas preguntas respondemos con un sí. Y esto porque la posibilidad de pensar (en ciertos casos) la culpa como separada de la deuda, abre un par de expectativas políticamente muy interesantes: en primer lugar, la de pensar una deuda (una “obligación”) que no necesariamente genere “culpa” (es decir una imperiosa y moral necesidad de cumplirla, o satisfacerla); y, en segundo lugar, la posibilidad de sentir una “culpa” que, no necesariamente, se origina en una “deuda”. Esto, en nuestra actual situación argentina y latinoamericana, me parece de gran importancia, tanto en el orden del ser como en el del estar. Distinción que tampoco poseen los idiomas sajones y en la que no voy a detenerme por cuestiones de espacio, aunque también me parece de una importancia analítica de primer orden tener una voz para decir ser y otra para decir estar, algo que en los verbos sajones también permanecen unidos (el to be, en inglés; el Sein, en alemán). Volviendo al tema de la deuda (de las “obligaciones”) correspondería entonces distinguir entre aquélla deuda existencial (que legítimamente origina la culpa y por estructural resulta inextirpable de la existencia) y las deudas circunstanciales (es decir históricas, concretas y puntuales) que –montadas en esa posibilidad deudora que es el Dasein (el hombre) – no siempre son legítimas antecesoras de la culpa. Así, mientras que la primera es siempre legítima (ya que se origina en el “sí-mismo” y funda la “autenticidad”) y es también siempre impagable (a no ser con la “muerte propia”), con algunas deudas en particular no ocurre lo mismo. No siempre son legítimas y no siempre “obligan” a su pago. Se diferencian también por el tipo de “acreedor” que ambas tienen. Mientras que en la primera (en la deuda existencial) el acreedor es al mismo tiempo el deudor ya que, es el propio hombre quien se reclama a sí mismo (mediante la “invocación de la conciencia”), en la segunda, acreedor y deudor se separan. Por esto mismo es que sólo en este tipo de deudas (ónticas o circunstanciales) es posible (y necesario) discutir la culpa y el pago, la licitud e ilicitud de la misma y hasta la forma de cumplirla. Así mientras que la primera es innegociable, la segunda lo es por su propia esencia. Sin esa trabajosa conformidad no hay pago (o cobro) posible. Y en este trabajo que es el cobro de toda deuda, no es casual que deudores y acreedores confundan (intencionadamente o no) esos dos sentidos tan distintos del término “deuda”. De aquí también las negociaciones “contractuales” que suelen preceder a esas deudas de segundo orden (donde cada uno trata de asegurar lo suyo); mientras que, en cambio, aquella deuda existencial no requiere negociación previa alguna y se adquiere por el sólo hecho de nacer.




Ilustración: Carlos Alonso.



3. Una mirada desde la filosofía.

En este caso recurriremos a Heidegger (1889-1976), quien junto a Jaspers, Sartre, Benjamin o Arendt, constituyen una pléyade de pensadores quiénes -en el inicio del siglo pasado- se abocaron a este tema existencial de la culpa. Heidegger ha dedicado el parágrafo 58 de Ser y Tiempo (su más importante obra filosófica publicada en 1927) a esta distinción elemental. Ese parágrafo se titula: “El comprender de la llamada y la deuda”. Así lo tradujo José Gaos en 1951; casi medio siglo después el chileno Jorge Eduardo Rivera traducirá “Comprensión de la llamada y culpa”. ¡Y en ambos casos estará formalmente bien! (no nos olvidemos que Heidegger, en alemán, tenía un sólo término para aludir a ambas cosas: shuld, a la vez “deuda” y “culpa”). Heidegger en ese parágrafo de Ser y Tiempo distinguirá entre un “concepto existenciario” de deuda y lo que él mismo denomina el “concepto usual o cotidiano” de la misma. El primero está referido a aquélla deuda original (existencial), que no puede ser pagada (¿cómo pagarse a sí mismo?) y que generará una culpa que (debidamente asumida por el hombre es positiva, en cuanto nos abre el camino del “sí mismo”, de lo que él denominará “existencia auténtica”. En cuanto al concepto “usual o cotidiano” de deuda, dirá que éste es propio del “ser-con” (los otros) y que tiene a su vez dos desinencias de sentido: por un lado, el “adeudar” (algo a alguien) y por otro el “tener la culpa” (¡adviértase ya aquí la diferencia posible entre deuda y culpa!). Del adeudar dirá que son formas del “ser-con”, del tipo del “aportar o proporcionar” (o sea del “dar”), lo cual abre a su vez las “posibilidades” (en el sentido existencial de este término) de “sustraer, el quedarse con lo prestado, el reservarse, el quitar, el robar”, es decir “el de no satisfacer los derechos de propiedad”. En cambio -y esto es para nosotros lo esencial aquí- señala que, en ese terreno fáctico, el “tener la culpa” no necesariamente está atado con la deuda. Y al respecto deslinda tres situaciones muy significativas. En primer lugar, lo que denominaríamos la deuda imaginaria, o el considerarse deudor sin realmente serlo. Nos dice al respecto: “se puede ‘ser deudor’ sin ‘adeudar’ nada al otro, o ‘endeudarme’ en nada con otro”. En segundo lugar, lo que podríamos llamar la deuda involuntaria, o sea aquélla deuda que se origina en la relación con en el otro sin que mediara formalmente un “préstamo efectivo”. Y dirá sobre esto mismo que “se puede adeudar algo a otro, sin tener uno mismo la culpa de ello”. Los consultorios psicoanalíticos, los hospicios y las cárceles suelen estar llenos de estos tipos de “deudores” imaginarios o involuntarios! Pero Heidegger distingue también un tercer tipo de deuda sin culpa, a la que bien podríamos denominar “deuda externa”, en el sentido de ser una deuda contraída sin mi concurso efectivo, ni mi pedido, ni mi consentimiento expreso. En ese mismo parágrafo 58 de Ser y Tiempo, dirá que hay casos en que “Un tercero puede contraer deudas ‘por mí’ con otros”. O sea, una deuda que es estructuralmente “externa” al que termina padeciéndola como “culpable”, en tanto fue contraída por uno (que no soy yo) con “otro”, De aquí que en el texto heideggeriano el “por mí” esté entre comillas, indicando así su uso impropio y por ende la alineación de existencia que ello comporta. De esa deuda no sólo no soy culpable, sino que también soy externo, por ende, si intentase “honrarla” (confundiéndola con la existencial) sólo conseguiría deshonrarme a mí mismo; o dicho en términos más concretos: enajenaría mi vida en el otro (el supuesto “acreedor”) dejando así en sus manos lo que más me pertenece: la propia existencia. “Posibilidad de la imposibilidad” que en este caso hasta me sería negada en su acepción más digna. Es que, en este sentido preciso, ser deuda es ser de otro, hasta la muerte. Si el diván de los psicoanalistas está lleno de falsas deudas (de deudas imaginarias e involuntarias) que agregan un plus de dificultad a lo que ya de por sí es dificultoso (esto es, vivir en plenitud la propia existencia), estas “deudas externas” complican y rebajan aún más la vida de los pueblos, sobre todo de los del “mundo no desarrollado”, o como prefiera llamárselos. A esta dimensión esencialmente política de la “deuditud” quisiéramos referirnos ahora, desde nuestra situación argentina y latinoamericana (es decir específica, propia, situada).




“Sin pan y sin trabajo” (1966), Carlos Alonso.



4. Sobre la deuda argentina en particular.

Si bien al comienzo de este breve texto partí de palabras (porque las palabras son algo más que “palabras”), ahora partiré de una cifra que es algo más que un número. No pocas veces nuestra “deuda externa” llegó a superar el 100% del Producto Bruto, esto es que –materialmente hablando- debíamos más de todo lo que la Argentina junta puede producir por año. Los dos gobiernos de Carlos Menem (1989-1999, acompañado por Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf, sucesivamente, como vicepresidentes) y el de Fernando de la Rúa (1999-2001, acompañado por Carlos Álvarez como vicepresidente, entre 1999 y el año 2000) fueron especialmente “endeudadores externos”. Lo hicieron con una especial fruición y convencimiento y ambos lo ejecutaron a través de un mismo ministro de Economía: Domingo Felipe Cavallo. En aquellos años alcanzamos un tope del cual nunca pudimos zafar del todo y que condicionó en buena medida las décadas siguientes: si hipotéticamente hubiese sido posible “vender” el país con todos sus habitantes adentro, aun así no hubiésemos podido saldar de inmediato nuestra deuda. Deberíamos seguir penando por años y años. Si se soporta escucharlo de una manera más cruda: en términos económicos llegamos a ser un quebranto, esto es un negocio que casi no tenía futuro, ya que, repartiéndonos en una eventual convocatoria de acreedores, ni aun así estos podrían ser resarcidos en plenitud. Después -mediante un formidable e inteligente esfuerzo de pueblo y gobierno- volvimos a tenerlo, durante la “década ganada” (2003-2015). Pero nuevamente sobrevino la frustración: Macri, su compinche Donald Trump y con la complicidad del inefable FMI, volvieron a endeudarnos (sin que tengamos tampoco esta vez la “culpa” directa, ni el merecimiento ético colectivo). Peor aún, un caballero de ese gobierno, de apellido Caputo (a quien el presidente Macri llamaba “hermano del alma”) firmó un bono con deuda a un siglo de pago y encima tuvo la caradurez de presentarlo como “un símbolo de la confianza que los acreedores nos tienen”! Pero la rueda sigue girando y henos aquí a nosotros, otra vez tratando de zafar como podamos. Si bien la deuda no alcanza ahora al 100% de nuestro producto bruto (a pesar del pandemomium que todo lo envuelve) es otra vez muy abultada, por cierto. En la cifra que va teniendo está también cifrado un núcleo axial de nuestra existencia, de nuestro “ser argentino” hoy. El argentino ya no sólo tiene una deuda, sino que cada tanto “es” deuda. Y entonces a aquélla deuda existencial que le corresponde soportar por el sólo hecho de ser humano, se le agrega una circunstancial (y muy concreta) que reduplica su “deuditud” y su culpa. Así, la gran mayoría de los argentinos (pero no todos!) somos deuda por partida doble. Por esto cuando la deuda ha embargado de modo tal nuestro ser, ésta deja de ser un elemento más de la existencia cotidiana y se transforma en una situación que todo lo impregna: “ser argentino” hoy implica habitar una muy peculiar condición deudora. Esta condición (“ofeilemática”) -a diferencia de la existencial- no se extingue con la muerte propia, sino que pasa a nuestros hijos, nietos y bisnietos. Recordemos que una anterior renegociación (una estafa en realidad) del 2001 –denominada popularmente como “megacanje”- no sólo la aumentó considerablemente, sino que estiró su hipotético pago hasta después del año 2030. Por ende, se trata de una deuda que no se “paga” con una vida, sino con varias. Por eso mismo cada argentino que nace lo hace con esta doble condición deudora: la existencial y la circunstancial. Nace debiendo dos veces: a sí mismo y al Otro. De un lado lo “invoca” la voz de la propia conciencia (llamándolo a la autenticidad); del otro el “acreedor” (externo) reclamándole el pago. En aquel 2001 cada argentino recién nacido -sin haber efectuado aún ninguna transacción comercial- “debía” no obstante aproximadamente 5000 dólares. Ahora no he vuelto a hacer la cuenta, pero sin duda debe ser muy abultada. He aquí –como pueblo- nuestra “circular” condición deudora: no la extingue la muerte de varias generaciones y ya nacemos con la cifra marcada en la frente; “marca” de la Bestia, sin la cual –como bien decía San Juan en el Apocalipsis– “nadie podrá comprar ni vender si no está marcado”, exhortando a los sabios para que la “interpreten”. Parco como era, dejó una sola y enigmática pista: “Se trata de un hombre y su cifra es 666”. ¡Labor analítica por excelencia: descubrir el Nombre y el Número de la Bestia! Para terminar, agreguemos un dato –sólo un dato más- para completar este cuadro singularmente perverso. Esta peculiar condición deudora que atraviesa hoy el “ser argentino”, cumple estrictamente con los requisitos de la “deuda no culposa” de las que hablaba Heidegger en aquél parágrafo 58 de Ser y Tiempo: fue contraída en “nuestro nombre” por algunos con otros y sin nuestro consentimiento expreso. Efectivamente, hace ya muchísimas décadas, “algunos” decidieron que la deuda de ellos era en realidad la de todos: así se estatizó la deuda externa privada, transformándola en pública. El texto de este “pase” no figura en ningún evangelio, claro está, sino que fue un breve Comunicado (“técnico”) del Banco Central de la R.A (el A-251 de noviembre de 1982, para ser más precisos; ratificado luego, a los apuros, por el decreto-ley 22749 de febrero de 1983, en los últimos días de la dictadura militar iniciada en 1976. Otro de los “presentes griegos” que debió soportar la renacida democracia. A partir de allí “todos” los argentinos nos hicimos cargo de la deuda de algunos (¡como si con la “existencial” que ya teníamos no fuese suficiente!). Aquél día el Ángel que sirvió a la Bestia tuvo nombre: para que la burla no tuviese fin, su nombre coincidía con el del día de la semana dedicado al Señor, con el séptimo día: Domingo. Y fue así como comenzó esta larga peregrinación” argentina” que llega hasta nosotros. “Argentina”, nombre equívoco por excelencia. Nos encontraron buscando lo que aquí no había (argentum, plata); un cura borracho y mujeriego nos nombró así por primera vez, en un poema tan largo como malo (Martín del Barco Centenera, en 1602); dos siglos después hicimos de ese adjetivo (falso) un sustantivo (impropio): “argentino” (Vicente Fidel López en 1813). Nunca nos corregimos y terminamos llamándonos por lo que no había: argentum, plata, “argentino”). Más que un “ser” lo que contrajimos fue una tarea: hacer “algo” con esa falta; inventarnos un “ser” todos los días; improvisar o morir. Sólo un “argentino” sabe lo pesado que es eso: aquí lo insoportable no es la “levedad del ser”, sino su ausencia, lisa y llana. Por eso, porque no hay “nada”, es que forzosamente debemos ser campeones en “todo”. Inventar para mañana y sin plata; atarlo con alambre y que funcione, un imposible día por medio. Por la mitad de esto –pensado en inglés o en alemán, idiomas donde además “deuda” y “culpa” se dicen igual y alimentan recíprocamente- un europeo o un norteamericano se volvería irremediablemente “loco”. Nosotros, por suerte y al menos todavía, seguimos hablando en castellano y es aquí donde los senderos se bifurcan: una cosa es la Deuda y otras las deudas. De la primera –como todo hombre o mujer- nos hacemos cargo como podemos y temblando de angustia; con las segundas –cuando no razonamos con el manual del acreedor y pensamos en castellano, donde deuda y culpa se dicen diferente- hemos producido nuestros mejores libretos, al menos para seguir viviendo. Es cierto que no es mucho. Es cierto que los europeos o los norteamericanos lo harían de otra manera, hasta quizás “mejor” que nosotros (no olvidemos que en el FMI se habla en inglés). Pero, así como somos, no hay más remedio que tenernos paciencia. Esta es también una forma del “crédito”; la más adecuada acaso para poder localizar a la Bestia que firmó por todos y nos puso el sello en la frente. No el de la angustia, sino el del número falso: el “666”.

* Doctor en Filosofía y Letras por la UBA.

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