1/27/2021

mexico: asistimos a la paradoja de una debilidad política de las derechas en un contexto de derechización

 

Todos contra AMLO; AMLO contra todos




Massimo Modonesi



En junio de 2021, México irá a las urnas para renovar el Congreso. Andrés Manuel López Obrador conserva su popularidad y todas las encuestas indican que Morena, su partido, sería ganador en la contienda. En este marco, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), otrora adversarios, han aunado sus fuerzas y sumaron al Partido de la Revolución Democrática (PRD) para enfrentar al presidente mexicano. Esta lógica revela la debilidad de la oposición de derecha pero también su fuerza relativa, al no dejar lugar para posiciones intermedias.



La llegada al gobierno de México de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y su proyecto «cuarta transformación», en 2018, modificó el escenario político, tanto en el plano más superficial de lo que Antonio Gramsci llamaba la «pequeña política» como en algunos procesos de fondo, que atañen a formas y expresiones político-culturales.

En relación con los actores más visibles y ruidosos, además de las reconfiguraciones que ha implicado para las izquierdas, vale la pena detenerse en el reacomodamiento de la derecha del espectro político. Por derecha hay que entender un conjunto de actores políticos organizados, pero también los entramados sociales y los aparatos ideológicos que los retroalimentan. En este sentido, en la coyuntura de las elecciones legislativas del próximo 6 de junio, la gran novedad es la alianza entre el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) –ubicados en orden de importancia– bautizada Va por México. Pero más allá de la punta del iceberg hay que contemplar un cuerpo de volumen más extenso constituido por sectores y fracciones de clases, así como otros actores empresariales y los medios de comunicación masivos que les pertenecen.

Sin el afán de ofrecer una radiografía fina de un universo complejo, bosquejaré algunos trazos para tratar de delimitar sus contornos y los reacomodos más sobresalientes que están ocurriendo, los cuales perfilan la paradoja de una debilidad política inmediata de las derechas en un contexto de derechización cultural.

Después de fallidos intentos de convocar movilizaciones masivas contra López Obrador, la apuesta opositora de derecha se desplazó hacia la ronda electoral. Aunque sean de importancia relativa, ya que no está en disputa la Presidencia de la República, se elegirán los 500 integrantes de la Cámara de Diputados, 15 gubernaturas (de 32) y los representantes de congresos y ayuntamientos locales, entre los cuales los de la Ciudad de México. Esto implica un importante recambio en instancias de poder y una confrontación en la cual se medirá la correlación de fuerzas partidarias a tres años del contundente triunfo de AMLO y de Morena. Todo indica, incluidas las encuestas más recientes, que la ronda electoral reforzará al obradorismo, que el gobierno goza de un alto nivel de popularidad y que la abstención será aún mayor de lo acostumbrado (en 2015 participó solo 47,72% del electorado). Esto último favorecería al partido oficial, dado que la capacidad de movilización de Morena, en particular sostenida en la red de asistencia social que caracterizó al gobierno actual. Cabe destacar que dos meses después de la elección está anunciada una consulta popular sobre el enjuiciamiento de los expresidentes y que en 2022 se desarrollará la consulta sobre la revocación del mandato de AMLO que el mismo presidente está promoviendo.

En relación con las próximas elecciones, la alianza Va por México —además de escoger un lema particularmente hueco— está compuesta por eternos eternos rivales: el PRI, el PAN y el PRD y corona una convergencia que estaba en el aire desde la presidencia de Enrique Peña Nieto —el llamado Pacto por México de 2012—, pero que ahora se formaliza y adquiere un carácter defensivo más dramático. En efecto, el escenario actual no es favorable para las derechas, ya que este está aún ocupado por la voluminosa sombra de un caudillo cuya aura sigue brillando. Al mismo tiempo, como es típico de estos fenómenos, el nivel de rechazo también es elevado y es el refugio en el cual la alianza derechista puede pescar un buen caudal de votos eventuales que no se traducen en apoyos o simpatías duraderas, dado el descrédito de los partidos que integran la coalición. La lógica del «todos contra AMLO» revela la debilidad de la oposición de derecha pero también su fuerza relativa, al no dejar lugar para posiciones intermedias y convertirse en el lugar político-electoral de acumulación del descontento. La polarización parece ser funcional a ambos bandos, además de ser propiciada por un sistema electoral mayoritario. Además de las coaliciones, solo se presenta el Movimiento Ciudadano, que no cuenta con ningún aliado. Por otra parte, esta situación también refleja la centralidad carismática de López Obrador, quien se coloca como el protagonista absoluto de la experiencia de gobierno de Morena. De alguna manera, él también se ubica «contra todos», como el paladín del pueblo que se erige ante todo aquél que se le ponga enfrente. En ese contexto, se destaca la actual disputa con el Instituto Nacional Electoral (INE) sobre la libertad del presidente para influir en la campaña electoral a través de sus habituales conferencias de prensa, conocidas popularmente como las «mañaneras».

Frente a la omnipresente figura presidencial se levanta, de forma casi mecánica, una vasta coalición de intereses y de fuerzas sociales, políticas y económicas. En términos partidarios, la composición interna de los dos principales históricos —socios de la llamada transición a la democracia, que los obradoristas llaman PRIAN (el PRI más el PAN)—, no ha variado en términos de los intereses que representan: el PRI más transversal socialmente, incrustado en el aparato estatal y el empleo público y camaleónico en el plano ideológico; el PAN más liberal y anclado a las clases propietarias, así como culturalmente más conservador y vinculado al catolicismo más reaccionario. La novedad de la coalición es la incorporación del PRD, novedad más simbólica que cuantitativa, ya que se trata del residuo del vasto partido progresista de antaño. Pero lo simbólico tiene su valor, ya que da cuenta del intento de formar un frente amplio que no sea identificado y etiquetado como «de derecha». Por ello, el PRD cobró caro a la hora de la repartición de los distritos electorales y es posible que logre sobrevivir artificialmente, por encima de sus propias posibilidades.

En efecto, hay que considerar que en México el término «derecha» tiene una connotación negativa desde la revolución mexicana. El mismo PAN, surgido en oposición al cardenismo en la década de 1930, trató de diluir sus orígenes con injertos de la doctrina social de la Iglesia. El PRI, por su parte, giró hacia la derecha en la década de 1980, sin abandonar su genética y su retórica centrista y sus correspondientes preceptos interclasistas. El propio Carlos Salinas de Gortari, en tiempos de neoliberalismo abierto, agitaba lemas de «liberalismo social» y «solidaridad». A la fecha, aun en medio de un clasismo difuso siempre más visible, las derechas no osan llamarse como tales a sí mismas, ni la prensa utiliza esa distinción. Los analistas eventualmente etiquetan de esta forma al PAN, retomando en realidad la fórmula que, en clave descalificadora, era usada por los gobiernos priístas al referirse a la oposición panista, considerada «leal» porque fue intrasistémica y útil para delimitar, por derecha, la centralidad monolítica del «partido de Estado», que se mantuvo siete décadas seguidas en el poder.

Detrás o al lado —según se quiera visualizarlo— de estos partidos, se colocan una serie de grupos empresariales que han optado por enfrentar a un gobierno que, sin afectar substancialmente sus intereses, ha asumido un perfil algo más independiente de los poderes fácticos respecto de gobiernos anteriores: AMLO invita a las empresas a ser el motor de la economía, no impulsa una reforma fiscal progresiva pero cobra impuestos que antes se evadían, aumenta el salario mínimo, legisla el outsourcing e impulsa mayor libertad sindical. Nada revolucionario, ni siquiera una marcada osadía reformista. Suficiente, sin embargo, para que empresarios como Claudio X. González, impulsen la coalición opositora, declare su oposición a la «cuarta transformación» y cuente con el apoyo del presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex). Otros grupos empresariales, como los agrupados en la Confederación de Cámaras Industriales de México (CONCAMIN), prefieren más pragmáticamente no adoptar posturas francamente opositoras. Finalmente, nadie levanta barricadas y todos siguen haciendo negocios y aprovechando oportunidades y ventajas que ofrece el sector público que no ha dejado de operar bajo las reglas básicas del neoliberalismo. Un botón de muestra de una relación delicada pero no fracturada es que, si bien Alfonso Romo renunció al gabinete de AMLO, en reemplazo de este empresario que fungía como puente hacia el sector patronal entró como secretaria de economía Tatiana Clouthier, ex integrante del PAN, cercana a los ambientes empresariales del norte del país.

En otra esquina de la vasta coalición informal anti-AMLO, los principales medios de comunicación, escudados por los principios de un periodismo crítico que ejercen arbitrariamente y ad homimem, están operando como fuerzas de oposición, en particular un ejército de opinólogos, generalmente de mala calidad, que, salvo contadas excepciones que confirman la regla, comparten una feroz aversión hacia AMLO, Morena y la «cuarta transformación». Por último, las redes y los comentarios a los artículos están repletas de bots, de mensajes de odio emitidos por cuentas falsas o anónimas, en una proporción muy desfavorable al obradorismo (aunque no deja de indignar que haya quien las impulsa en el campo oficialista).

El cuestionamiento de la estrategia contra la pandemia de coronavirus, que es actualmente el meollo de la ofensiva opositora, se volverá inevitablemente el centro de la campaña electoral, en particular el proceso de vacunación que apenas se inicia. A pesar de un inicial y desafortunado optimismo seudocientífico que sostenía se iba a evitar los estragos de la pandemia gracias a la atinada gestión gubernamental y a la composición y los hábitos solidarios de las familias mexicanas, el gobierno asumió finalmente la gestión de la crisis sanitaria, haciendo un esfuerzo presupuestario para ampliar la infraestructura y el personal médico. Ha tratado de evitar cierres prolongados y generalizados de las actividades económicas, aun a costa de la salud de los trabajadores, y buscó preservar las empresas y los negocios y evitar una cascada de quiebras y el colapso de la economía informal.

Más allá de los factores coyunturales, todo este articulado universo opositor se nutre en una tensión de fondo que recorre la sociedad mexicana; una tensión clasista, que en México siempre va de la mano del racismo, que la llegada de AMLO al poder hizo aflorar y desbordarse al plano político. El origen y los modos plebeyos de AMLO, el nombre mismo de Morena, el lema de «primero los pobres» y el voto duro de franjas populares que constituyen un reserva estratégica construida a costa de los demás partidos, movieron y radicalizaron los discursos y las prácticas. Si las redes se inundan de clasismo y de racismo, aún bajo un formato políticamente correcto, aparece el sentimiento de agravio de las clases dominantes que despierta su virulencia restauradora y su revanchismo: el trastrocamiento de un orden simbólico más que material; un principio jerárquico que tambalea, en primera instancia, en el plano cultural.

Así, asistimos a la paradoja de una debilidad política de las derechas en un contexto de derechización, es decir de fortalecimiento cultural, de difusión de valores y de un sentido común conservadores —al cual contribuyen también las fuerzas gubernamentales— y reaccionario. Su corolario es que el de AMLO es un gobierno progresista moderado, en cuyas contradicciones anidan elementos regresivos como, por ejemplo, promover megaproyectos de infraestructura a costa de pueblos indígenas o apoyarse en las fuerzas armadas. En algún sentido, esta podría ser considerada como la mejor opción conservadora por parte de las clases dominantes, pero sin embargo tiende a ser estigmatizada como si se tratara de un complot comunista. Esta evocación a todas luces delirante se produce tanto por un razonamiento práctico: por absurdo que parezca, es una falsedad que ha demostrado funcionar al ser repetida mecánicamente y porque agrupa clases altas y medias. Pero al mismo tiempo, en un plano más emocional, «comunismo» es el término de mayor resonancia subversiva y demoniaca que se les ocurre para nombrar algo que les espanta y les quita el sueño; un fantasma que evoca no tanto la abolición de la propiedad privada o la socialización de los medios de producción sino algo más elemental, la ciudadanización de las que siguen viendo como clases peligrosas.

En este marco, la contienda electoral que se avizora y la emergencia de una vasta coalición de derecha tiene un trasfondo más problemático, más profundo y más antiguo de lo que aparentan la esgrima cotidiana y las mezquindades de la pequeña política.

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