Por Anatole Kaletsky
Frente a una nueva etapa del capitalismo, la renovación del pensamiento
económico se vuelve imprescindible. Si los políticos no la alientan, el
desmoronamiento de todas las estructuras conocidas será absoluto.
En todo el mundo, se percibe el final de una era; un profundo presagio
de desintegración de sociedades antes estables. Como en los versos inmortales
del gran poema de W. B. Yeats, «La segunda venida»:
«Todo se desmorona; el centro cede;
Una total anarquía se abate sobre el mundo (…)
Los mejores no tienen convicción, los peores
Están llenos de fanática pasión (…)
¿Qué horrible bestia, llegada al fin su hora,
Se arrastra hacia Belén para nacer?»
Yeats escribió estos versos en enero de 1919, dos meses después del fin
de la Primera Guerra Mundial. Instintivamente, sintió que pronto la paz cedería
lugar a horrores aun peores.
Casi 50 años después, en 1967, la ensayista estadounidense Joan Didion
tituló Arrastrarse hacia Belén a una colección de ensayos sobre las fracturas
sociales de fines de los sesenta. En los doce meses que siguieron a la
publicación del libro, Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy fueron
asesinados; en los barrios bajos estadounidenses estallaron revueltas; y los
estudiantes franceses salieron a las calles a protestar, dando inicio a la
rebelión que un año más tarde pondría fin al gobierno del presidente Charles de
Gaulle.
A mediados de los setenta, Estados Unidos había perdido la Guerra de
Vietnam. Las Brigadas Rojas, el grupo radical estadounidense Weather
Underground, el Ejército Republicano Irlandés y terroristas neofascistas
italianos hacían atentados en todo Estados Unidos y Europa. Y el juicio
político al presidente Richard Nixon había puesto en ridículo a la democracia
occidental.
Pasaron otros 50 años, y el mundo es nuevamente asaltado por temores a
que la democracia haya fracasado. ¿Podemos extraer alguna enseñanza de aquellos
períodos anteriores de duda existencial?
En los años veinte y treinta, como a fines de los sesenta y en los
setenta, y nuevamente ahora, la pérdida de fe en la política se relacionaba con
la desilusión por el fracaso de un sistema económico. En el período de
entreguerras, el capitalismo, acosado por desigualdades intolerables, deflación
y desempleo a gran escala, parecía tener los días contados. En los sesenta y
setenta, también pareció que se derrumbaba, pero esta vez por los motivos
opuestos: la inflación y la reacción de contribuyentes e intereses
empresariales contra las políticas estatistas redistributivas.
Señalar este patrón de crisis recurrentes no implica postular alguna
ley natural por la que cada 50 o 60 años el capitalismo deba entrar en crisis
terminal. Pero sí reconocer que el capitalismo democrático es un sistema
cambiante, que responde a las crisis con una transformación radical de las
relaciones económicas y de las instituciones políticas.
Así que, en la turbulencia actual, deberíamos ver una respuesta
previsible al quiebre, en 2008, de un modelo específico del capitalismo global.
A juzgar por la experiencia del pasado, es muy probable que nos espere una
década o más de inestabilidad y reflexión, que en algún momento darán paso a
una nueva decantación de la política y la economía.
Es lo que sucedió cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan ganaron las
elecciones después de la gran inflación de principios de los setenta, y cuando
de la Gran Depresión se pasó al New Deal estadounidense y a la «horrible
bestia» del rearme europeo. Cada una de estas decantaciones que siguieron a una
crisis fue acompañada por transformaciones en el pensamiento económico y en la
política.
La Gran Depresión condujo a la revolución keynesiana en economía y al
New Deal en política. Las crisis inflacionarias de los sesenta y setenta
provocaron la contrarrevolución monetarista de Milton Friedman, que inspiró a
Thatcher y Reagan.
De modo que era de preverse que la ruptura del capitalismo financiero
desregulado provocaría un cuarto cambio cataclísmico (lo que en 2010 denominé
«capitalismo 4.0») tanto en política cuanto en el pensamiento económico. Pero
si el capitalismo global está realmente entrando a una nueva fase de su
evolución, ¿cuáles son sus características probables?
Cada etapa sucesiva del capitalismo global estuvo signada por un
corrimiento de la frontera entre la economía y la política. En el capitalismo
clásico decimonónico, la política y la economía se idealizaban como esferas
distintas; las interacciones entre el Estado y las empresas se limitaban al
cobro (necesario) de impuestos para financiar aventuras militares y a la
protección (nociva) de poderosos intereses creados.
En la segunda versión del capitalismo, la keynesiana, los mercados eran
vistos con sospecha, mientras que se daba por sentado que la intervención
estatal era correcta. En la tercera fase, dominada por Thatcher y Reagan, los
supuestos se invirtieron: ahora por lo general era el Estado el que se
equivocaba y el mercado el que siempre daba en la tecla. Lo que tal vez defina
la cuarta fase será el reconocimiento de que tanto el Estado cuanto el mercado
pueden equivocarse catastróficamente.
Reconocer semejante grado de falibilidad puede ser paralizante (algo de
lo que sin duda el clima político actual es reflejo). Pero también puede ser
liberador, ya que implica la posibilidad de hacer mejoras, tanto en economía
cuanto en política.
Si el mundo es tan complejo e impredecible que ni los mercados ni los
gobiernos pueden alcanzar los objetivos sociales, entonces se necesitan nuevos
sistemas de controles y contrapesos que permitan a las decisiones políticas
poner límites a los incentivos económicos y viceversa. Si el mundo se
caracteriza por ser ambiguo e imprevisible, entonces hay que revisar las
teorías económicas de antes de la crisis, que nos hablan de expectativas
racionales, mercados eficientes y neutralidad monetaria.
Además, los políticos tendrán que reconsiderar gran parte de la
superestructura ideológica que se erigió sobre los supuestos del
fundamentalismo de mercado. Esto incluye no solo la desregulación financiera,
sino también la independencia de los bancos centrales, la separación de las
políticas fiscal y monetaria, y el supuesto de que la competencia de mercado
sin intervención estatal es suficiente para lograr una distribución aceptable
del ingreso, generar innovación, crear las infraestructuras necesarias y suministrar
bienes públicos.
Es evidente que las nuevas tecnologías y la integración de miles de
millones de nuevos trabajadores a los mercados globales han creado
oportunidades que deberían implicar más prosperidad en las décadas venideras
que antes de la crisis. Sin embargo, en todas partes los políticos
«responsables» advierten a los ciudadanos de que la «nueva normalidad” es el
estancamiento económico. No es raro que los votantes estén furiosos.
La gente considera que los gobernantes tienen potentes herramientas
económicas que podrían mejorar los niveles de vida: emitir dinero y
distribuirlo entre los ciudadanos; subir los salarios mínimos para reducir la
desigualdad; aumentar la inversión pública en infraestructuras y en innovación
(con costo nulo); usar la regulación bancaria para estimular el crédito en vez
de restringirlo.
Pero para implementar políticas tan radicales habría que abandonar las
teorías que han dominado la economía desde los ochenta, y con ellas los
arreglos institucionales basados en ellas, como el Tratado de Maastricht en
Europa. Pocas son aún las personas «responsables» que están dispuestas a poner
en duda la ortodoxia económica anterior a la crisis.
El mensaje que transmiten las revueltas populistas actuales es que los
políticos deben olvidar los manuales de antes de la crisis y alentar una
revolución del pensamiento económico. Si los políticos responsables se niegan a
hacerlo, alguna «horrible bestia, llegada al fin su hora» lo hará por ellos.
Fuente: Project Syndicate
Traducción: Esteban Flamini
No hay comentarios.:
Publicar un comentario